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  • El cristianismo agonístico de Francisco y la crisis de los abusos

    El cristianismo agonístico de Francisco y la crisis de los abusos

    Ante todo, creo muy adecuado, incluso necesario, transcribir dos expresiones clave de la pluma de Francisco: La fe siempre conserva un aspecto de cruz (Evangelii Gaudium, 42) y Basta un hombre bueno para que haya esperanza (Laudato si’, 71).

    No se encuentran en los textos y alocuciones de Francisco novedades doctrinales y avances teórico-teológicos. La novedad de este pontificado es el impulso decidido y constante –solo se le podría reprochar que no haya sido aún más radical y más rápido, porque las cosas urgen– a poner en práctica ejemplarmente las consecuencias cotidianas de la verdad evangélica. Lo que ha habido en Francisco es la encarnación del hecho de que el obispo de Roma es el siervo de los siervos de Cristo –lo que no cabe sino actualizando con absoluta radicalidad las actitudes esenciales de Cristo: acciones, afectos, signos–. En el terreno práctico es donde de veras se debe llevar a cabo la actividad positiva, propositiva y profética del pontífice romano, y es ahí donde descuella el modo de gobierno de Francisco. No se ama a Dios sino a través del amor de las realidades creadas y, fundamentalmente, a través del amor a las personas. No solo hay que amar al enemigo sino que no hay que responder al mal con ninguno de sus instrumentos.

    Justamente éste es el punto de máximo peso en el pontificado de Francisco y el que le ha valido ataques de una ferocidad que contradice ya de entrada al Espíritu del amor divino.

    Nuestro presente es tan espantosamente ambiguo y está tan sumergido en el pecado individual y el mal estructural, que dos de los aspectos más visibles de la acción de Francisco –vinculados, por cierto, entre sí– han llegado a ser la lucha contra los casos de abuso dentro del ámbito de la Iglesia y la promoción de la sinodalidad como estructura básica de la gerencia del poder en ella. El papa ha reconocido con plena claridad que la crisis suscitada por los abusos va de la mano de un sistema de ejercicio del peculiar poder eclesiástico que no previene suficientemente por sí solo contra las perversiones.

    En el combate contra los abusos se empezó por el abuso sexual localizado en menores y en personas llamadas vulnerables. Así aún en la revisión del documento básico, Vos estis lux mundi, en 2023. Pero ya en su inicio reconoce muy discretamente esta carta que el abuso se extiende con terrible peligro a la conciencia y a la desviada dirección espiritual. Ha sido más difícil que haya penetrado lo bastante en la Iglesia la evidencia de que hay también abuso sexual a adultos que no caben en la noción de vulnerabilidad que se ha venido manejando. Lentamente entramos ahora en la realidad de cómo la seducción puede formularse con la distinción entre ceder y consentir, porque el consentimiento es precisamente lo que está impedido por el proceso de seducción. Del combate imprescindible contra el abuso físico se va pasando a intensificar el combate contra el abuso espiritual, sin por ello minimizar los estragos del abuso sexual. El compromiso decidido, claro y efectivo de Francisco en este terreno tiene que redundar en la toma de conciencia de la sociedad entera respecto de la espantosa abundancia de los abusos intrafamiliares de todo tipo. Es, naturalmente, un terreno de límites muchísimo más imprecisos y difíciles de definir que el de los abusos sexuales. La Iglesia cristiana tiene el deber absoluto y urgentísimo de mantener el rigor de lo que habitualmente llamamos tolerancia cero, porque es en la actualidad una parte esencial de la renovación de la gran esperanza cristiana en la liberación y la promoción integral de lo humano.

    Que la confrontación con esta plaga no ha quedado en declaraciones emotivas y actos simbólicos aislados lo prueba la orden papal directa de abrir oficinas dedicadas a acoger denuncias en todas las diócesis del mundo. Ha habido enseguida, por ejemplo, en Madrid, un modo original y radicalmente cristiano de obedecer: convertir ese espacio en ámbito de acogida a las víctimas, de escucha y reparación psicológica y asesoramiento jurídico, y de formación dirigida a toda la sociedad. Y ello sin excluir la acogida a las víctimas llamadas secundarias y a los mismos abusadores, si dan el paso –muy raramente lo dan– de pedir ayuda. Estos espacios de vida cristiana herida y de cuidado interpersonal me consta –coordino el que hay desde hace cinco años en Madrid– que han estado muy cerca del corazón de Francisco. Deberán crecer mucho más por todos los rincones de la cristiandad, porque la crisis es uno de los signos de este tiempo y su lectura teológica es este tipo de acción.

    Ya señalé la dificultad de que los tiempos para realizar tales cambios vayan en la realidad acordes con lo que es el ideal; pero soy testigo de la profunda seriedad con la que la inspiración del papa mueve esta reacción. Siempre vemos tibiezas, retrasos, casos mal resueltos, disimulos, gentes que parecen estar al lado de lo que intentamos pero en realidad no lo están. Francisco ha planteado sin reservas este movimiento de cristianismo real, agónico y lleno de caridad auténtica, y no depende ya de él –ni dependió nunca solo de su impulso– que llegue hasta los confines más oscuros de la complejidad de la Iglesia. El papa que acaba de morir ha dado pasos que nadie se atreverá a borrar.

    Publicado en Agenda Pública el 24 de abril de 2025

  • Urgencia de comunión

    Urgencia de comunión

    La excelente teóloga Cristina Inogés, que ha hecho un papel tan destacado como inusual en el Sínodo reciente, y que lleva años y años de trabajo eclesial, ha reunido e inspirado a veintiún autores –entre ellos, el colectivo Teresa de Cepeda y Ahumada– para presentar Para que tengan vida… todas las víctimas, el libro más completo de que disponemos en español sobre el terrible fenómeno de los abusos en la Iglesia –y fuera de ella–. Un tercio del texto, aproximadamente, no ha sido impreso sino que se lee en la página web de Khaf –este sector de Edelvives que va imponiéndose rápidamente como un punto clave de referencia en la literatura teológica de hoy–.

    Solo echo de menos en este magnífico repertorio tan amplio que no haya escrito en él Inogés más que un breve prólogo. Es, sin embargo, un texto vibrante y clarísimo, en que se habla de que atravesamos –confiemos en ello y en el Espíritu– “uno de los más gélidos inviernos eclesiales”, que obliga a que pidamos sin tregua y sin miedo “transparencia total”, puesto que sigue sin haberla. Encuentro atinadísima la fórmula en la que la teóloga afirma que de esta crisis “solo se sale como comunión”. A estas convicciones corresponde el hecho insólito de que los beneficios económicos que pueda reportar la venta del volumen se destinan íntegros a Repara, el órgano dedicado a la atención de las víctimas y la prevención de los abusos por la archidiócesis de Madrid. Personalmente, como coordinador de este grupo ya desde hace cinco años, o sea, desde que aún no había nacido, me ha emocionado este gesto colectivo. En efecto, Repara necesita aún más ayuda que la que está recibiendo de gentes generosas que entienden lo que describe Inogés tan concentradamente.

    Me gustaría disponer de varias veces el espacio que aquí tengo para analizar tantas contribuciones interesantes. Pido perdón a quienes no vaya a poder mencionar con justicia. Quizá habrá que dedicar atención pormenorizada de algún otro modo, en otra oportunidad, a la riqueza del libro. Ojalá no pase desapercibido, por más que, como a veces me han dicho al tener que hablar yo mismo de estos asuntos, son tan evidentemente desagradables que el lector potencial tendrá siempre que hacer de tripas corazón para pasar adelante.

    Si lo logra, quedará inmediatamente enganchado a la lectura por el fascinante y muy completo texto de Albert Llimós, bien conocido investigador, desde el periodismo en la mejor acepción de esta palabra, de una serie de casos que se remontan a los años 80. Llimós toca un número muy grande de los puntos candentes que se explicitan luego en otros capítulos. Pero creo que la repetición de algunos elementos no cansará a nadie.

    Ana Medina relata sobre todo varias experiencias de acompañamiento de víctimas que orientarán a quien se sienta movido a colaborar en el amplio movimiento de superación de la crisis que se va promoviendo por doquier. María Luisa Berzosa profundiza en las claves de la escucha a víctimas: acoger, acompañar, actuar. Es muy semejante el tema de la profunda aportación conmovedora de Rosa Ruiz, que complementa páginas adelante Fabrizia Raguso. (En los artículos adicionales hay incluso una sorprendente propuesta semilúdica, elaborada y aplicada en Chile, que no dejará de desconcertar y, también, de sugerir vías imprevistas). María Noel Firpo trata el asunto desde la práctica de la psicología, en la que lleva mucho tiempo siendo referente.

    El abuso sexual muestra, principalmente en los casos en que la víctima no es niño o adolescente muy joven, que es el último eslabón de una larga cadena de seducción que empieza en el abuso de poder y de conciencia. Este tema dolorosísimo, como el abuso espiritual estrictamente dicho, es ahora posiblemente lo que resulta más difícil de afrontar y lo que suscita mayores resistencias en quienes inmediatamente piensan, con una increíble superficialidad, que quienes entran en este ámbito solo están contribuyendo a la difamación de la Iglesia. Cristina Sánchez Aguilar ha escrito a este respecto unas páginas muy iluminadoras, que nadie debería pasar por alto. Lo mismo hay que decir de la contribución de Ianire Angulo, uno de cuyos apartados lleva el expresivo título La epidemia silenciosa de los abusos no sexuales. Jens Año Müller insiste en la importancia de mejorar la formación como medio imprescindible para prevenir abusos dentro de las congregaciones religiosas.

    Elena Alonso abre una línea diferente de la problemática en su prudente y muy informada Importancia de la coeducación afectivo-sexual en las aulas.

    El problema esencial de la adecuada imagen –y la adecuada experiencia correspondiente– del Dios cristiano, frente a las espantosas deformaciones que son el núcleo del abuso espiritual –del falso misticismo– lo inicia Rosa Ruiz y lo prolonga el estudio bíblico del pastor Sergio Rosell.

    El Colectivo Teresa de Cepeda y Ahumada afronta otra de estas cuestiones que ha cubierto el silencio hasta ahora mismo: los abusos eclesiales contra las personas LGTBIQ+. Cerca de ello está el segundo de los llamados ensayos adicionales, o sea, de los que no han sido impresos: el que dedica desde la psicología –y desde la experiencia directa– Alma Guadalupe Hernández a la diversidad sexual y la vocación religiosa. Se trata prácticamente de auténticas primicias, en lo que yo sé, dentro de la literatura en español. Es casi necio subrayar la falta que hacen introducciones de este tipo a un tema que requiere ser meditado a fondo.

    José Luis Pinilla y Jennifer Gómez se refieren a cómo las migraciones inciden en la vulnerabilidad. Mucho sobre esto conoce Repara cuando recibe casos de abuso intrafamiliar, en especial a través de la colaboración con Cáritas Madrid. Gonzalo Fernández Maíllo estudia como sociólogo la situación española: exclusión social, pobreza, trata, abusos de varia índole.

    Xiskya Valladares introduce, como no podía ser menos, en la discusión al mundo digital. Todos somos conscientes del peligro que representa ese ámbito de irresponsabilidad y anonimato, en especial para los más jóvenes.

    Todo esto es en realidad teología actual: un novedoso método para acompañar la oración personal y para incitar a todos a moverse hacia la comunión transformadora que necesitamos con urgencia.

    Es una versión ampliada de la reseña del libro Para que tengan vida… todas las víctimas (Cristina Inogés, coord.; Madrid, Ediciones Khaf, 2024), publicada en la revista Vida Nueva, núm. 3404, p. 40, marzo 2025.

  • Unas pocas palabras sobre el abuso de conciencia y el abuso espiritual

    Unas pocas palabras sobre el abuso de conciencia y el abuso espiritual

    El lamentable territorio del abuso es evidente que se extiende a muchas relaciones entre personas que no contienen ningún elemento de directo abuso físico. Aunque hay variedad de propuestas, creo que lo mejor, lo más claro, es distinguir entre abuso de poder, de conciencia y espiritual. Va a ser esta la tarea inmediata de la nueva cátedra extraordinaria Pro+Tejer, de la Facultad de Educación en la Complutense.

    El primero es sencillamente la coacción, el chantaje, la amenaza, el desprecio. Sin proponérmelo, he nombrado en orden de peor a menos horrible esta serie de deprimentes encuentros cotidianos. Ignorar más o menos ofensivamente al otro es, desde luego, un poco menos violento que amenazarlo de manera explícita. La realización de aquello con lo que se amenazó es o el chantaje o una presión aún más irresistible, que termina forzando a un acto que no se quería cometer.

    Pero todo esto no compromete aún la libertad íntima, que es lo espantoso de lo que sucede cuando se consuman los abusos de conciencia y el abuso espiritual en su acepción estricta. Se abusa del alma de otra persona cuando se la seduce hasta el punto de que pone ella la dirección del centro de su vida en las manos del seductor o de la seductora. Al hacerlo, quedará una cierta memoria de que fue libremente como se renunció a parcelas decisivas de la propia libertad o incluso a toda ella, y este recuerdo vago –puesto que la seducción es un largo proceso lento, astuto, minucioso, y no hay quizá nunca la posibilidad de fijar el momento en que se consuma– es uno de los factores que atormentarán en el futuro, cuando empiece su recuperación, a la víctima. Hasta que no entienda cómo es la seducción la que destruye la libertad del otro, creerá la víctima que tiene ella parte al menos de la culpa de lo ocurrido. Por lo menos, se acusará de necia, de ciega, si es que no de cómplice del abusador. Esta herida es una de las secuelas más tristes, más injustas de toda la acción perversa de quien abusa sibilinamente al través de lo que en general deberíamos llamar siempre seducción. El dolor de quien no consigue aún alejar de sí hasta el más pequeño rincón de sombra de esta creencia en alguna clase de complicidad es una de las variantes de la desdicha en el sentido técnico que dio a este término la genial descripción de Simone Weil. Pero es que ver la desdicha y sentir la compasión de caridad –no es preciso eliminar esta palabra y cambiarla por empatía– por el desdichado son actitudes difíciles, que ejercitan los llamados escuchas de duelo cuando acompañan a este género de víctimas. Actitudes, por cierto, que van aprendiendo caso a caso, de la experiencia del sufrimiento y del abrirse, pese a todo, ante él vías de escape.

    Quien siente la repugnante pasión de manipular almas tiene aún un terreno de mayor violencia, de daño abismal y, para él, es de suponer, de sucio gozo que supera al que logra en el resto de las formas de seducción; y es reemplazar en la conciencia de un creyente a Dios mismo, dicho en cristiano, al Espíritu Santo.

    Una vocación de entrega religiosa tiene un ímpetu de generosidad y de abnegación que le son esenciales, pero que la someten a un riesgo enorme. Para alguien con este impulso de atenerse a Dios a través del amor al prójimo y aún más allá, es precisa la paternidad o maternidad espiritual, o sea, aprender a encauzar toda esa vitalidad religiosa por los caminos que la tradición ha ido enseñando que son los idóneos; y este aprendizaje requiere un maestro espiritual. No un director, sino un maestro, una madre.

    Una manifestación contemporánea de la tiranía espiritual es el hecho reiterado –recogido a veces literalmente en alguna constitución– de que quien funda un grupo religioso nuevo a veces interpreta locamente ese nuevo carisma como una presencia en su persona del Espíritu hasta el punto de una identificación práctica, que ha solido derivar en la perpetuación del fundador como máxima autoridad del instituto que ha creado. A esta persona –estoy recordando frases literales– se le debe todo. El Espíritu y ella hablan con la misma voz y deciden sobre la situación de un alma en su relación con Dios. Esa persona hace de pantalla que se entromete decisivamente en el sancta sanctorum del aprendiz y filtra a su modo o sencillamente impide la vida de oración. Un instante de reflexión sobre lo que se dice así de rápidamente nos hará caer en un vértigo repugnante y, al mismo tiempo, en una indignación muy difícil de contener.

    Hay que tomar como ejemplos muy valiosos a los grupos –pienso sobre todo en monasterios y conventos– que han sabido interpretar sanamente todo lo que se refiere a la regla de la obediencia y han distinguido con pulcritud lo sagrado del fuero interno de cada cual. Esos grupos están llamados a seguir enseñando a quienes cuidan los terribles duelos de los abusos de conciencia y espíritu y, desde luego, a influir en la sanación de otros lugares que la necesitan.

    Pero lo primordial es tener cada vez más presente que solo la libertad plena de cada persona es el camino que determina Dios para que se suba a Él con amor responsable. Las autoridades religiosas van destacando esta verdad de máxima importancia y se la suele encontrar en la boca del papa Francisco y en los textos luminosos de Benedicto XVI, para citar solo la actualidad. Sin embargo, parece que aún falta mucho hasta que se encuentre universalmente el equilibrio entre obediencia y libertad plena. Lo hay, evidentemente, pero necesitamos en todas partes exhortar a este segundo miembro de la balanza, que por mucho tiempo ha sido desatendido. Los adjetivos con los que califico esta desatención parece que, por fortuna, no caben en el espacio de este texto.

    Texto publicado en el nº 4139 de la revista Ecclesia, pág. 61ss.