Categoría: Reflexiones

  • Economías vaticanas. Breve introducción a las bases teóricas de Mensuram Bonam

    Economías vaticanas. Breve introducción a las bases teóricas de Mensuram Bonam

    El documento Mensuram bonam es una llamada a la conversión de cierta parte del tesoro de la Iglesia que suele quedar al margen de las exhortaciones vaticanas, pese a la larga y extraordinaria historia
    –no recordada en este texto– de las acciones de la Iglesia en el terreno de la economía.

    La primera base de MB es el recuerdo de una verdad elemental de la ética, no específicamente cristiana: que toda relación con las posesiones es un acto moral, o sea, calificable de bueno o malo moralmente, y nunca indiferente. Como es natural, esa relación puede ser o bien de mera conservación o bien de gasto o bien de inversión. MB trata de justificar cómo la mera conservación en realidad no es tal y, desde luego, entra en el terreno de lo inmoral a la vista de cómo está el mundo. MB recuerda una serie de parábolas jesuánicas, la más clara de las cuales es la de los talentos –recuérdese que un talento era un dineral–.

    La segunda base de MB es la afirmación de la igualdad y la dignidad suprema de cada individuo humano –de cada individuo, no de cada institución–. La fraternidad universal y la dignidad superlativa de cada persona es tesis común a la sabiduría griega y al cristianismo, pero es apresurado y muy optimista extenderla a todas las culturas –no ha sido así y aún hoy no lo es en el Extremo Oriente ni en África, por ejemplo, y, esperemos que en el pasado, tampoco en Suramérica precolombina–. Incluso dentro de la tradición general del Occidente ni el empirismo radical ni el racismo –y ni siquiera el marxismo– comparten este principio común a Atenas y Jerusalén. Este simple hecho concede a este segundo punto de apoyo de MB una dimensión utópica y profética, que se multiplica cuando se atiende a la situación real de la humanidad hoy, sometida a toda clase de miserias. Lo cual hace aún más cierto que gastar e invertir son mandatos morales que, eso sí, necesitan orientación y discernimiento.

    La tercera base de MB se refiere al carácter relacional del ser humano, más allá de los límites de los límites mismos de la humanidad. Se trata, claro está, de una verdad palmaria y muy importante, respecto de la cual hay que tomar ciertas cláusulas de interpretación que extraigo –subrayándolas– de MB.

    La primera es el subrayado –necesario, pero que nunca debe pasar a excesivo– del bien común. Recuérdese lo fácil que es amar al sobreprójimo y lo sencillo que es cambiar las leyes sin tocar a los individuos. El verdadero principio judeocristiano es el de Friedrich Gogarten, recientemente puesto en máximo valor por Knud Lögstrup y basado en la broma “socrática” de 1Jn 4,20: ἐάν τις εἴπῃ ὅτι Ἀγαπῶ τὸν θεόν, καὶ τὸν ἀδελφὸν αὐτοῦ μισῇ, ψεύστης ἐστίν· ὁ γὰρ μὴ ἀγαπῶν τὸν ἀδελφὸν αὐτοῦ ὃν ἑώρακεν, τὸν θεὸν ὃν οὐχ ἑώρακεν οὐ δύναται ἀγαπᾶν. El desarrollo humano integral no coincide con la promoción del bien común, salvo que se entienda este radicalizado, como sucede alguna vez en la enseñanza de los últimos papas, ya realmente alejada de Aristóteles –que no era precisamente un cristiano–.

    La segunda deriva que hay que prevenir es la posibilidad de subrayar por encima de lo justo la conexión del ser humano con la Naturaleza. El concepto de creación es bastante más complejo que esta deriva semi-estoica que tan frecuente es hoy. Es, de nuevo, más fácil cuidar del planeta que promocionar directa e inmediatamente a, por ejemplo que conozco, los pigmeos baka del oriente del Camerún. En este sentido, valoro radicalmente el esfuerzo por cubrir la ignorancia, por hacer avanzar en la conciencia, la libertad y el saber. Políticamente es esto tan difícil o más que crear condiciones de salubridad, pero da réditos esenciales. Poblaciones hoy marginadas no pueden salir de su estado solo por la mejora de sus condiciones económicas. Para decirlo con más violencia: los pobres culturalmente abandonados no son esa fuente de felicidad ingenua, de confianza en los seres humanos y de cristianismo popular que imaginan posturas extremas de la teología de la liberación. De ahí que sus posibilidades de progreso las vean antes en la violencia revolucionaria que en cualquier otro lugar: pueden desear para ellos lo que está siendo destructivo ya espiritualmente para sus opresores: dar culto al dinero. En otras palabras: la crisis de miseria material y moral de una enorme parte de la humanidad es más urgente aún que las crisis solamente ecológicas –las que afectan a la naturaleza–. Quizá se necesite un período de atención reduplicada a la promoción de los seres humanos, para luego poder pasar a atender radicalmente al problema de la degradación de la diversidad biológica y la polución de la naturaleza en general.

    Sobre estos fundamentos, aparece como una evidencia el deber de invertir del modo más justo y cristiano posible los bienes de la Iglesia y de cada una de sus instituciones y cada uno de sus individuos. No solo porque hacerlo es dar “una prueba de solidaridad con el género humano”, sino porque todas y cada una de las inversiones dan expresión tangible a valores que contribuyen al futuro o lo abandonan. Incluso es real y bueno que aparezcan vocaciones de inversores, ¿por qué no? Eso no es rendir culto simultáneo a Dios y a Mammón.

    No hay tampoco inversión moralmente neutra. La urgencia del discernimiento ético y cristiano acerca del invertir se echa de ver en que las teorías económicas predominantes no tienen en cuenta de veras los principios de MB. (Quizá en un futuro no lejano logre dar la Iglesia pautas técnicas sobre el régimen económico más justo, porque también esa audacia pertenece al núcleo de su misión.) Ya está habiendo ahora un crecimiento exponencial de fondos dedicados a fines idénticos o próximos a los que la justicia y el cristianismo piden, aunque corren el peligro de ser malamente instrumentalizados por falta de fundamentación suficiente.

    Un capítulo importante, solo rozado en MB, es que una parte de la actividad de los “inversores integrales” de nuevo cuño que se quiere suscitar debería dedicarse a construir y mantener vías de información realmente verídicas y no contaminadas ideológicamente ni comprometidas de manera oscura con la defensa a ultranza de la praxis de la Iglesia misma.  No es solo que no disponemos de métricas del desarrollo humano integral, precisamente porque la información está viciada en múltiples sentidos; es que ya la pequeña inversión que todos llevamos a cabo simplemente por tener dinero en el banco no la controla el inversor, que ignora cómo se desempeña su banco en cuestiones financieras de gran volumen. Esto crea un sentimiento vago de culpabilidad e irresponsabilidad que angustia a una parte importante y moralmente sana de la sociedad.

    MB insiste, como no podía ser menos, en que en este terreno que ella quiere animar y orientar no puede reinar en solitario la justicia conmutativa, sino aquella aplicación de la justicia distributiva que se derive del principio de subsidiariedad a las necesidades más apremiantes de los seres humanos. Y este punto está en conexión con el hecho perturbador pero claro de que en nuestro mundo hoy los negocios más sucios son los más rentables. Hay, pues, que huir de aferrarse al criterio de la máxima rentabilidad –pura justicia conmutativa, que entonces sería injusticia– ya solo en virtud de este factor. A la vez, habría que refutar lo que era la preocupación de Popper senil y que me manifestó tan rotundamente a mí mismo: debilitar la riqueza de los ricos solo comportará empobrecer los sistemas de promoción de los pobres. MB está en última instancia defendiendo que la noción de solidaridad pertenece al uso práctico de la razón y no al mero uso teórico de ella (como era el caso, muy probablemente, de esta insistencia de Popper).

    Anoto además una discusión a la que se abre muy prudentemente MB, pero que está iniciada en alguna encíclica del papa actual: las ventajas y los riesgos de una gobernanza universal que sirva, en primer término, para contener la avaricia de las corporaciones multinacionales y preserve así los derechos de los más pobres.

  • Primeros auxilios pedagógicos

    Primeros auxilios pedagógicos

    No se piense de ninguna manera que un libro sobre la enseñanza de las virtudes solo atañe a los especialistas en pedagogía. Como siempre que se toca algo central del espíritu humano –y eso es lo que se hace en estas páginas–, todos nos vemos concernidos y podemos esperar, confrontando lo que aquí leemos con nuestra propia experiencia, un progreso auténtico en nuestra comprensión de la maravillosamente enigmática Realidad. Las cosas nos reclaman y la sabiduría es la gracia y el gozo de la vida. No dejemos decaer la tensión sagrada a crecer en sabiduría, que redunda siempre en aumento de bondad.

    El asunto que directamente se discute aquí –la posibilidad de enseñar virtud– es tan antiguo como la filosofía y ha conocido tantas derivas como ella. Se partió de algo que sigue siendo hoy una tentación terrible: la idea de que las dificultades con las que se tropieza la vida humana son exactamente eso que la metáfora del viaje de la existencia pretende: obstáculos –en griego, problémata, o sea, cosas que se nos arrojan delante de nuestros pies de caminantes–; y los obstáculos pueden ser removidos con apropiadas palancas, o volados con una carga de dinamita, o, sencillamente, superados escalándolos. Lo que tienen en común estas posibilidades es que, una vez hallado un método para eliminar la dificultad del obstáculo, se tiene contra todo otro problema de la misma naturaleza un arma definitiva, aplicable una y otra vez. El que encontró la solución al problema luchó con la realidad y su verdad; pero los que reciben de estas manos primeras el arma o el plan para reconstruir esa solución, no necesitan saber ya nada de la realidad-obstáculo, salvo el punto en el que apoyar el dispositivo para deshacerla. En definitiva: un problema está esperando un método para ser superado o resuelto, y este método es, por una parte, infalible, o sea, de vigencia universal e intemporal, y, por otra, no solo puede ser enseñado y aprendido, sino que toda enseñanza, en última instancia, lo es de métodos así para las legiones de problemas que vamos hallando en el transcurso de la vida. Aprendemos métodos, enseñamos métodos; suponemos, pues, que no hay más dificultades que los problemas. Suponemos también que los saberes no necesitan revisiones radicales sino ir resolviendo, con el estilo inveterado que es el suyo, nuevos y nuevos problemas –que hoy suministran en mayor abundancia los saberes y las técnicas que la realidad todavía no explorada–.

    Esta manera de comprender la educación y las instituciones de enseñanza –y la realidad misma en su conjunto– precisamente niega que los procesos de aprendizaje consistan en educación, o sea, en ir extrayendo del discente una forma superior de vida que se hallaba en él incoada. No. Aquí el que aprende es a modo de saco vacío que se llena desde fuera sin que él tenga que hacer más que abrirse en el momento y el sitio oportunos. Y el mundo es la creación de un ingeniero de habilidad extrema, que ha diseñado todo antes de fabricarlo, para que no haya rincones de veras oscuros. El estoicismo, hoy en boga –posiblemente siempre ha estado en boga–, deja de lado a la fuerza creadora exterior al mundo y simplifica la situación suponiendo que esa fuerza es inmanente a todas las cosas que existen y existirán, a modo de cuerpo que penetra todos los demás cuerpos y los organiza en un inmenso sistema racional. Para todo hay una razón suficiente que está esperando ser sacada a la luz y proporcionar a los seres humanos un método que disuelve lo que antes, en la situación de hallarnos ante un problema, pudo parecernos misterioso, enigmático, incalculable –en definitiva, vertiginoso–.

    Hay en todo esto un camino en zigzag. En el principio de la historia humana, seguramente que nuestros ancestros más lejanos se encontrarían completamente desbordados y superados por el poder majestuoso de lo real. Él los dominaba a ellos en todo y siempre, y tratar de ponerlo a favor era lo decisivo del saber más antiguo. Técnicas ya, pero solo de adoración, apotropaicas, mágicas. Rutinas que a veces se consolidaban, efectivamente, en técnicas vacilantes, con mínimo papel de la razón. Pero de ahí se subió a este diseño de todas las cosas que acabo de compendiar en la tentación estoica del ser humano. Lo no racionalizable desapareció por principio. Si sumamos al panracionalismo estoico el pitagorismo, la razón y el cálculo exacto de la matemática se igualan. Entonces solo se considerará real la cantidad calculable. Las mismas personas encontrarán su identidad en saberse –y forzarse a ser– meras partes de la madre naturaleza, este dios inmanente, esta fuerza vital que contiene tan solo razones suficientes y los efectos que de ellas derivan y se vuelven a su vez razones suficientes de otros efectos innumerables.

    El zigzag, sin embargo, no ha terminado ni es posible que termine alguna vez. Hoy se regresa al reconocimiento de que no todo participa de esta uniforme manera de ser y de ser conocido y dominado –y enseñado–. Vuelve a vislumbrarse que hay un papel esencial que corresponde en todo esto a la persona individual y que afecta a la concepción del mundo no menos que a la concepción de lo absoluto divino –y de los procedimientos que de nuevo se llamarán con pleno sentido educación–.

    El libro para el que este breve texto sirve de prólogo da testimonio, sin necesidad de ir constantemente a la raíz metafísica y antropológica de por qué es así, de que por lo pronto una parte de lo que existe se rebela sin duda contra ser tratada técnicamente. Un pensador judío alemán del primer tercio del siglo XX, Franz Rosenzweig, habló a este propósito de cómo la consideración del ser humano es meta-ética mejor que ética, si se entiende por ética un mero saber parcial dentro del totalizante saber sobre la Naturaleza. Su propuesta era analizar al ser humano precisamente sin partir del enorme supuesto de que solo consiste en una partícula de la naturaleza omnirracional. Si llamamos excelencias (aretaí) o fuerzas (virtutes) a las mejoras que cabe hacer en la existencia personal, como capacidades que son para realizaciones que sin ellas resultan imposibles, todo lo que se refiere a este capítulo de la realidad exige un estudio que se abstenga por principio del prejuicio naturalista; o sea, que reconozca en el ser humano una diferencia, una peculiaridad que no se tiene derecho a dar por anulable desde el comienzo. En otras palabras, se puede decir que el ser humano no constituye meramente un problema complicado –para el que habrá un día un algoritmo que permita calcularlo y descifrarlo por entero–, sino un enigma o un misterio –palabras estas a las que nos fuerza el naturalismo y que no deben interpretarse como ajenas a la filosofía y solo propias de las religiones–.

    Tal es el trasfondo de los capítulos de este libro estupendo. ¿Se puede desarrollar una virtud sin que todas las demás también se desarrollen de algún modo? ¿Hay entonces una sola virtud realmente capital o central en la persona? ¿Por qué virtud se debe comenzar en la educación? Y, ante todo, ¿qué papeles corresponden en esta enseñanza tan peculiar al maestro y al discípulo?

    El pensamiento básico ha de ser que lo primero que debe despertar en cada persona es la certeza de su singularidad radical y de que ello le da derecho a aprender directamente de la vida misma las lecciones decisivas, por mucho que quepa iluminar desde otras personas y gracias a la lengua común alguna parte de la interpretación que exigen esas lecciones. El maestro no se figurará nunca que él es quien debe enseñarlo todo a su alumno: que lo recibe como si la realidad misma, directamente, no tuviera que decirle nada. Es lo contrario lo que sucede: cada individuo es un oyente de lo absoluto que no repite exactamente la vida de ningún otro y al que lo absoluto se presenta o revela con matices completamente singulares. No es posible ninguna dirección espiritual, aunque sean necesarias alguna o algunas formas de la paternidad espiritual.

    Aristóteles –yo he defendido que también PlatónSócrates– propuso una doctrina sensatísima sobre la educación en la virtud, que se encuentra comentada en múltiples modos a lo largo de este libro: hay que diferenciar virtudes que se refieren a lo desiderativo, a los impulsos, los afectos, los mismos movimientos del cuerpo en su relación con el alma; y virtudes de la zona racional del ser humano –que no se entiende que consista solo en la capacidad del cálculo y el silogismo–. Hasta no lograr un suficiente autodominio, la educación del primer nivel elemental recae en el maestro, que se tiene que valer de lo que logró consigo –gracias a su propio maestro– para forzar la enmienda adecuada de las tendencias de su alumno. Pero cuando el discípulo posee ya la templanza y la fortaleza –las cardinales entre las virtudes cardinales–, es él quien debe dirigir su vida conforme a la quíntuple existencia de la verdad. Quíntuple forma de la verdad y cinco virtudes intelectuales, no solo una, como ha querido la terrible simplificación posterior.

    De hecho, en este libro se abre la cuestión de las virtudes en un abanico tan amplio como el que diseña Aristóteles para las básicas, las morales, cuya lista dejaba abierta el viejo sabio; y tengo para mí que junto a la relación de las virtudes intelectuales que él establecía (el arte o la técnica, la prudencia, la inteligencia, la ciencia y la sabiduría) hay alguna más que no contempló y que en el presente reclama y logra atención. Yo concentro en el terreno de la belleza enigmática y el enigma de lo personal esa sexta virtud que tiene difícil recibir un nombre, puesto que el de arte ya se adjudicó a otra región de la virtud.

    Ya meramente el hecho de reflexionar tan aguda y variadamente como se hace en las páginas –no excesivas– de este libro supone un avance de principio que aplaudo sin reservas. Necesitamos, como he intentado decir sin escribir yo un capítulo más, des-simplificar la realidad y la educación. No es complicar nada, sino ser fiel a lo que aprendemos, a las fuentes de ese aprendizaje y a la participación cada vez más activa que los alumnos tenemos en este proceso que ocupa toda la vida.

    Aparecerá próximamente como prólogo al libro Educación de las virtudes: estrategias para la práctica educativa, coordinado por Zaida Espinosa en Dykinson.

  • Unas pocas palabras sobre el abuso de conciencia y el abuso espiritual

    Unas pocas palabras sobre el abuso de conciencia y el abuso espiritual

    El lamentable territorio del abuso es evidente que se extiende a muchas relaciones entre personas que no contienen ningún elemento de directo abuso físico. Aunque hay variedad de propuestas, creo que lo mejor, lo más claro, es distinguir entre abuso de poder, de conciencia y espiritual. Va a ser esta la tarea inmediata de la nueva cátedra extraordinaria Pro+Tejer, de la Facultad de Educación en la Complutense.

    El primero es sencillamente la coacción, el chantaje, la amenaza, el desprecio. Sin proponérmelo, he nombrado en orden de peor a menos horrible esta serie de deprimentes encuentros cotidianos. Ignorar más o menos ofensivamente al otro es, desde luego, un poco menos violento que amenazarlo de manera explícita. La realización de aquello con lo que se amenazó es o el chantaje o una presión aún más irresistible, que termina forzando a un acto que no se quería cometer.

    Pero todo esto no compromete aún la libertad íntima, que es lo espantoso de lo que sucede cuando se consuman los abusos de conciencia y el abuso espiritual en su acepción estricta. Se abusa del alma de otra persona cuando se la seduce hasta el punto de que pone ella la dirección del centro de su vida en las manos del seductor o de la seductora. Al hacerlo, quedará una cierta memoria de que fue libremente como se renunció a parcelas decisivas de la propia libertad o incluso a toda ella, y este recuerdo vago –puesto que la seducción es un largo proceso lento, astuto, minucioso, y no hay quizá nunca la posibilidad de fijar el momento en que se consuma– es uno de los factores que atormentarán en el futuro, cuando empiece su recuperación, a la víctima. Hasta que no entienda cómo es la seducción la que destruye la libertad del otro, creerá la víctima que tiene ella parte al menos de la culpa de lo ocurrido. Por lo menos, se acusará de necia, de ciega, si es que no de cómplice del abusador. Esta herida es una de las secuelas más tristes, más injustas de toda la acción perversa de quien abusa sibilinamente al través de lo que en general deberíamos llamar siempre seducción. El dolor de quien no consigue aún alejar de sí hasta el más pequeño rincón de sombra de esta creencia en alguna clase de complicidad es una de las variantes de la desdicha en el sentido técnico que dio a este término la genial descripción de Simone Weil. Pero es que ver la desdicha y sentir la compasión de caridad –no es preciso eliminar esta palabra y cambiarla por empatía– por el desdichado son actitudes difíciles, que ejercitan los llamados escuchas de duelo cuando acompañan a este género de víctimas. Actitudes, por cierto, que van aprendiendo caso a caso, de la experiencia del sufrimiento y del abrirse, pese a todo, ante él vías de escape.

    Quien siente la repugnante pasión de manipular almas tiene aún un terreno de mayor violencia, de daño abismal y, para él, es de suponer, de sucio gozo que supera al que logra en el resto de las formas de seducción; y es reemplazar en la conciencia de un creyente a Dios mismo, dicho en cristiano, al Espíritu Santo.

    Una vocación de entrega religiosa tiene un ímpetu de generosidad y de abnegación que le son esenciales, pero que la someten a un riesgo enorme. Para alguien con este impulso de atenerse a Dios a través del amor al prójimo y aún más allá, es precisa la paternidad o maternidad espiritual, o sea, aprender a encauzar toda esa vitalidad religiosa por los caminos que la tradición ha ido enseñando que son los idóneos; y este aprendizaje requiere un maestro espiritual. No un director, sino un maestro, una madre.

    Una manifestación contemporánea de la tiranía espiritual es el hecho reiterado –recogido a veces literalmente en alguna constitución– de que quien funda un grupo religioso nuevo a veces interpreta locamente ese nuevo carisma como una presencia en su persona del Espíritu hasta el punto de una identificación práctica, que ha solido derivar en la perpetuación del fundador como máxima autoridad del instituto que ha creado. A esta persona –estoy recordando frases literales– se le debe todo. El Espíritu y ella hablan con la misma voz y deciden sobre la situación de un alma en su relación con Dios. Esa persona hace de pantalla que se entromete decisivamente en el sancta sanctorum del aprendiz y filtra a su modo o sencillamente impide la vida de oración. Un instante de reflexión sobre lo que se dice así de rápidamente nos hará caer en un vértigo repugnante y, al mismo tiempo, en una indignación muy difícil de contener.

    Hay que tomar como ejemplos muy valiosos a los grupos –pienso sobre todo en monasterios y conventos– que han sabido interpretar sanamente todo lo que se refiere a la regla de la obediencia y han distinguido con pulcritud lo sagrado del fuero interno de cada cual. Esos grupos están llamados a seguir enseñando a quienes cuidan los terribles duelos de los abusos de conciencia y espíritu y, desde luego, a influir en la sanación de otros lugares que la necesitan.

    Pero lo primordial es tener cada vez más presente que solo la libertad plena de cada persona es el camino que determina Dios para que se suba a Él con amor responsable. Las autoridades religiosas van destacando esta verdad de máxima importancia y se la suele encontrar en la boca del papa Francisco y en los textos luminosos de Benedicto XVI, para citar solo la actualidad. Sin embargo, parece que aún falta mucho hasta que se encuentre universalmente el equilibrio entre obediencia y libertad plena. Lo hay, evidentemente, pero necesitamos en todas partes exhortar a este segundo miembro de la balanza, que por mucho tiempo ha sido desatendido. Los adjetivos con los que califico esta desatención parece que, por fortuna, no caben en el espacio de este texto.

    Texto publicado en el nº 4139 de la revista Ecclesia, pág. 61ss.