Categoría: Fenomenología

  • La eternidad desciende al tiempo

    La eternidad desciende al tiempo

    1 Un fragmento de ontología

    Hemos perdido en español lo primero que debe saberse acerca del perdón; y ello es que significa don extraordinario, superior, desbordante. No tiene importancia que se discrepe respecto de la etimología exacta, sino que solo se necesita hacer hincapié en que desde que la palabra comenzó a circular, básicamente se la usó en el sentido dicho. Después se disolvió este núcleo del término y no hace mucho que se invierte algún esfuerzo en recuperarlo.

    Sucede esto cuando se reconoce la inmensa importancia que tiene la constelación de actos, estados y acontecimientos que rodean al perdón, empezando, desde luego, por necesitarlo, pedirlo, recibirlo y no poder pedirlo o no recibirlo, y pasando luego a la posibilidad de considerar el perdón como relación entre dos individuos, como posible relación respecto de todo un grupo y como asimismo posible relación con Dios; y además hay el extraordinario fenómeno de la intercesión suplicando el perdón para otro.

    Enseguida se recordará que Vladímir Jankélévitch separó en su magistral trabajo los similiperdones y los cuasiperdones del perdón auténtico, y los clasificó y ejemplarizó con una riqueza admirable. Es sorprendente que un tema de tanta relevancia teológica haya sido explorado tan a fondo por alguien que se califica de agnóstico, cuando me temo que no habían llegado ni a la mitad del recorrido de su investigación legiones de teólogos y filósofos.

    En buena medida, mi contribución aquí debe mucho a la combinación de Jankélévitch con Kierkegaard.

    Pero en el comienzo el perdón es el gesto inicial del don sobreabundante de que haya mundo y, más aún, vida y, en definitiva, mi vida: regalo esencial, solo sobre el cual caben los restantes posibles dones y perdones.

    El asombro respecto de que haya realidad en vez de no haber nada brota del gesto ontológico primordial de dar la realidad inmensa. Es gibt, mejor que Il y a. Lo que nos hace recordar cómo el don más perfecto es aquel tras el cual se oculta por completo el donante, hasta el punto de que quepa siempre interpretar como ser de suyo y no don, por ejemplo, el conjunto de la realidad. Porque si el donante ha impreso con claridad su nombre sobre el regalo que hace, entonces el destinatario se ve compelido a reconocer una deuda respecto del donante aún más grande que el tamaño de lo que ha recibido; y ya por ello mismo el sentido desbordante del per-dón queda obnubilado y transformado a partes iguales en don muy grande y deuda muy pesante y enorme.

    Levinas prolongó esta idea cuando escribió en uno de sus cuadernos de notas estando en cautividad que “el perdón es la estructura misma del ser”. Lo dice porque en esa época consideraba que “el tiempo es el fondo del ser”; y el tiempo es “la posibilidad para lo definitivo… de ser no definitivo, de volver a empezar” –y critica desde esta tesis a Hegel, a Bergson y a Heidegger–.1

    Reunamos estas dos ideas iniciales: la realidad –la podemos concentrar en nuestra vida personal, para mayores concreción y claridad– es el don de dones. Pero es que además la base misma de lo real, que es el tiempo, ofrece, al matar posibilidades, al deshacer identidades empedernidas, al permitir que se inicien series nuevas de realidades, la condición de poder recomenzar. Lo real comenzó y la vida en la esfera del perdón re-comienza. Empezar es surgir como dado, regalado, adonado. De aquí que en Totalidad e infinito escribiera el mismo Levinas que el perdón es “el último acontecimiento del ser”.2 Esta frase tiene connotaciones que el mismo Levinas llama escatológicas, pero no tanto porque se hallen referidas a un quizá mítico fin de la historia, sino porque son primordiales, an-árquicas, y completan la creación del ser humano.

    Levinas piensa primordialmente en eso que llamó el Hay –y que ocupa en su obra el lugar sistemático que la Totalidad en La estrella de la redención, el libro-vida de Franz Rosenzweig– bajo las especies del Tohu-bohu previo a la creación divina que introduce el capítulo primero del Génesis. Es el totum revolutum que se describía mitológicamente como abismo de aguas saladas y dulces en mezcla indiscernible y sin forma alguna de continente –y el Téhom, este abismo de la mitología babilonia, aparece asimismo en esta página del primer libro de Moisés y de la Torá–. Es, pues, un pensamiento que ayuda a pensar al Dios que interviene sobre esa informe infinitud para convertirla en su creación; es un correlato vacío de la realidad suprema e inicial del Dios. Con la creación divina ha desaparecido, así como la Totalidad queda rota porque interviene Dios –o sea, porque desde la eternidad ya ha intervenido siempre Dios–.

    Levinas encarna la divina intervención en el momento intrahistórico, en todo momento histórico, como una posibilidad, como un acercamiento de lo eterno al tiempo indiferente y ajeno a toda cualidad –él mismo, imagen perdurante del Hay, del Caos, del Abismo–. En efecto, no hay momento del tiempo sin cualidad en el que no amenace al ser humano la posibilidad y aun la inminencia de un poder brutal que deshace su casa (su êthos), su moral (su morada). El mero homo bene moratus se considera a sí mismo, tácitamente, tan solo una parte de la Totalidad; pero es en cada momento posible que advenga desde fuera de esta tranquila estancia moral una impugnación que moviliza la calma, la apacible mismidad moral de una persona. Pero justamente entonces se manifiesta la posibilidad de que esa persona sea libre, o sea, que pueda hacer frente a cualquier perversa intrusión de la mayor fuerza de movilización que se pueda pensar. Viene el caso serio y revela la banalidad de la moral y la convierte en bajeza, cobardía, maldad y, en definitiva, despersonalización, desindividuación, subsunción de nuevo en el caos primordial, en el Hay, en la Totalidad; pero lo hace porque en ese mismo instante comparece también, por fugazmente que sea, la posibilidad de permanecer en la absoluta resistencia. Si se obra así o, al menos, si se intenta con todas las fuerzas obrar así, la que antes podía quizá creerse mera morada manifiesta ser como la casa de cimientos firmísimos, a la que la galerna no desbarata. El hombre al que la violencia no arrebata no poseía tan solo una morada social, sino que, posiblemente sin saberlo, ocupaba una morada a salvo de la historia y del tiempo sin cualidad y del Caos y la Violencia.

    La persona que no es arrebatada por la corriente de la historia sufre, desde luego, la violencia de hallarse en principio situada como un ente más en el Todo: si eso es ser, entonces el ser se revela como poder incoercible que desmantela toda provisional mismidad moral. Muestra que no existía tal mismidad sino por relación a la sociedad, y la sociedad jamás es la paz. Pero si cuando alguien realiza los actos que le exige la Violencia del ser pierde así la posibilidad de todo acto de veras personal y se convierte en una más de esas tejas sueltas que vuelan con el viento y pueden matar a un viandante desprevenido –de las que habla Simone Weil–, quien continúa existiendo gracias a que lleva a cabo el acto que rechaza toda movilización violenta no es ya que se amarre al existir, al ser, dando prueba de que este no es solo el horror de la guerra: es que ya estaba en una relación con el ser que era no meramente de costumbres, sino ya ética en la acepción plena de esta palabra. Ya había ahí realmente un Mismo que no estaba identificado más que consigo mismo, es decir, que se había aliado con otro aspecto del ser, más fundamental y primario que la Violencia de la Totalidad; un aspecto que representa el Otro pero, precisamente en berit, en alianza. El Ser es, pues, o bien la única real mismidad que deslíe enseguida toda moral en su gesto de remoción o movilización universal –que se puede experimentar como Guerra–, o bien el Otro respecto del cual existe, es también la personalidad ética, la auténtica mismidad no caótica ni líquida del ser humano singular.

    Es al llegar a esta encrucijada cuando Levinas mismo decide distinguir entre dos caras del ser: la que se hace patente en la situación humana guerra y la que se insinúa, llena de misterio, en la conciencia moral, basada en la certeza de la paz. La conciencia moral precisa de una “relación original y originaria con el ser” (14), o sea, con otra o la otra cara del ser. Es verdad que inmediatamente trata de establecer Levinas la diferencia en términos de ontología de la guerra frente a escatología de la paz mesiánica; pero unas líneas adelante escribe también que “la escatología pone en relación con el ser más allá de la totalidad o la historia… Como si la totalidad objetiva no colmara la verdadera medida del ser” (15)3. Es audaz y quizá contraproducente usar la palabra cara todavía para esto, o sea, para lo infinito, solo que “lo infinito es tan original como la totalidad”.

    El acontecimiento de la resistencia perfecta a la violencia del ser como guerra ha tenido, debido a lo que acaba de afirmar el filósofo, una presencia secreta ya antes, quizá ya siempre, en lo inmemorial o an-árquico, en la alianza creacional. Levinas lo expresa diciendo que lo infinito “se refleja en el interior” de la historia, es decir, de la totalidad, porque el héroe resistente no es, por cierto, cuando acontece su hazaña, la primera vez que ha sido suscitado a plena responsabilidad. En modo alguno. Ya ha habido en el pasado del héroe ético instantes con plena significación, es decir, arrebatados al imperio de la historia y capaces de influir, sin embargo, en el interior de ella. En esos instantes el correlato era ya, aunque sobre todo tácitamente, lo infinito. Y cuando ahora volvemos a tratar de describir este que acabamos de denominar reflejo intrahistórico de lo infinito, capaz de levantarnos al instante que la historia no domina, Levinas salta eufórico, como David ante el arca, y lo llama esta vez resplandor de la exterioridad, de la transcendencia; y lo fija, como es bien sabido, en el fenómeno asombroso y a la vez cotidiano del rostro humano (17). Lo escatológico no pierde su relación con el ser, no está “cortado del ser” (19). Evidentemente, puesto que el rostro, insisto, surge en medio de la historia, más consistente que la “dura ley de la guerra”, violencia esta vez sí esencial: el rostro, resplandor histórico de lo infinito, es “el último acontecimiento del ser” (19) en la articulación compleja de mí, el prójimo humano y el producirse en su rostro –o sea, en la relación de Mismo y Otro– lo Infinito. Producirse, recuérdese, no significa aquí nacer u originarse, sino algo así como salir a la palestra, combatir en su mismo terreno contra la Historia: combatir contra la guerra.

    Y ¿por qué? Son varios los factores fenoménicos que obligan a hablar así. El más destacado es el modo, él mismo evidente, en que el rostro o el prójimo escapa de las determinaciones del saber objetivo y, en esa misma fuga, exige de Mí Mismo, como decimos mucho en mi tierra murciana, lo que literalmente no está escrito. Levinas dijo años adelante que me convierte en su rehén, que me obsesiona; pero en un rehén viajero, que va colgado de su señor a donde quiera que este vaya, aunque puede escapar en otras direcciones a medida que se multiplican los encuentros con otros rostros –que siempre habría que llamar el Rostro, pese a que en cada momento contenga matices accidentales diferentes–. Experimento una exigencia total que jamás lograré satisfacer plenamente y que, además, no me violenta con la misma violencia que la guerra, sino con esa otra superior pero no armada a la que acabo de aludir.

    Pero es que a la infinición de lo infinito en el margen mismo de la historia se añade de mi parte, de la parte de Mismo, una hospitalidad desmesurada, y ello en varios sentidos. El primero: nunca agotaré, por más numerosos que sean los que se me presenten, el número de los prójimos, del Rostro. El segundo: mi capacidad de dar a tantos tanto hace que yo, el huésped, me desviva –y más aún– por mis hospedados. Saco de mí tesoros que no estaban en mí antes del Rostro. O me los guardo, pero solo por la vía de negar el Rostro, de objetivar radicalmente al Otro, de ahogarme en mi avaricia. Hospitalidad casi tan infinita como la infinición de lo infinito a través del Rostro. Como escribe líricamente Levinas, puesta su pluma bajo las especies de Chestov y de Bloy, la verdad de lo Infinito y del Rostro humano no es un des-cubrir y traer a la luz, sino un drama nocturno – a su vez, desde luego, una “coyuntura” en el ser (21). Aquí la verdad es principalmente “respeto” y, aunque la palabra no es de Levinas, incesante trabajo, amor ético y, con la debida licencia, paz en la guerra. Amor ético que comparece ya en el simple establecimiento de un diálogo, porque este hecho supone reconocer que el rostro me inviste de singularidad ética, no de mera situación moral social; lo cual se encarna en que me ha hablado, me ha convocado y me ha hecho abrir esta boca mía, solo mía, que no puede recurrir a seguir siendo boca de ganso, a seguir hablando solo langue de bois, a no ser más que una de las cabezas inagotables de la Hidra de la historia. No hay más poderosa forma de manifestación del perdón.

    De la concepción excesivamente benévola del tiempo en los Cuadernos del Cautiverio, Levinas se ha trasladado a una posición muy cercana a la que sostuvo Kierkegaard en su momento. De este modo culmina lo que se puede denominar el tratamiento ontológico del perdón.

    2 Un fragmento de teología

    La transición que ahora conviene hacer, en dirección a la petición y la donación de perdón interpersonales puede comenzar tomando en cuenta ciertas espléndidas descripciones que insertó Jean-Louis Chrétien en su primer libro, Lueur du secret.

    El punto de partida está en San Juan de la Cruz, que ha insistido, en palabras del pensador francés, en que el don de Dios siempre es a la medida de Dios, no a la nuestra. En este sentido, no hay ni teofánica ni teocríptica que no sean constantemente perdones. Es lo único que tiene Dios para con nosotros. Por eso escribe Chrétien: “No puede haber un prólogo humano silencioso para el diálogo de Dios y el hombre; no hay terreno neutro que el amor no haya ya siempre devastado. El exceso es lo primero. Desde siempre nos vemos confrontados con una historia de amor que no es únicamente nuestra y que sobrepasa nuestras posibilidades.” De aquí que ocurra que “para saber que he transgredido la ley, yo me basto; pero hace falta que el amado me perdone para que me dé cuenta de hasta qué punto he faltado al amor” (11) –siendo así que todo el relato cristiano no es sino el del amor incondicional de Dios, o sea, todo él estriba en la realidad del perdón en un modo concreto que las descripciones de Levinas que hemos considerado no podían captar plenamente–. En efecto, no habíamos aún tomado en cuenta un carácter general del don que introduce la tragedia en la historia humana; y es que “el don, para ser don, debe poder ser rechazado” (56), hasta el punto de que “no hay posible ingratitud sin don”. Y no hay que olvidar que “la bondad que no incluye la justicia se vuelve mala, y la justicia que no incluye la bondad se vuelve injusta” (72). De aquí que el amor sea superior cuando es capaz de cólera, y “si Dios no fuera capaz de esta cólera, tampoco sería capaz de perdonar”. La situación es la misma que describe Schelling para cerrar su tratado sobre la libertad: si borramos hasta la posibilidad del mal moral de la historia y de la naturaleza, lo que estamos es negando lo primordial del amor divino y la sustancia misma de la revelación del Dios trinitario inmiscuido en el mundo de los hombres y crucificado.

    La teología de la ortodoxia cristiana insiste con gran hondura en cómo todo el tiempo y todo el mundo posteriores a la Pascua de Cristo han sido elevados por el perdón de la cruz y la resurrección a un estado ontológico pre-paradisiaco o pre-parusía. Los humanos no captamos esta realidad metafísica –que afecta al universo entero– y nos empeñamos en seguir viviendo reducidos a una débil fe, un pobre ejercicio de la razón, una esperanza que apenas se puede llamar así y, sobre todo, aún al margen de la historia del gran perdón del fin de los tiempos que ya se nos ha entregado. Un perdón, por cierto, que nos fuerza a un intenso e incesante trabajo de acogerlo.4

    Y veamos a partir de este punto cómo se presenta esta acogida.

    Nuestro perdón va, ya vemos, precedido por el de Dios, que además es el modelo de lo que nosotros podemos hacer por iniciativa de nuestra libertad.

    Ante todo, resulta ahora evidente que se puede estar perdonado ya antes de pedir perdón, e incluso que es en el ámbito del amor originario y perdonador de Dios en donde nos movemos y existimos. Cristo tuvo que subrayar este hecho pidiendo a su Padre el perdón de los sayones que lo crucificaban, porque realmente no sabían lo que hacían, y prometiendo el Reino poco después para quien regresaba al ámbito de la gratitud en la hora undécima de su vida, colgado del madero junto al Cristo.

    He ahí el fenómeno extraordinario de la intercesión, que se extrema cuando alguien pide a Dios que sea perdonada por Él una persona que ha muerto sin haber pedido perdón por una culpa grave, de las que catalogamos atrevidamente de imperdonables. En apariencia, no puede darse una situación así más que por desconocimiento de lo que es la esencia del perdón; en realidad sucede exactamente lo contrario: el amor de otro no se resigna con la muerte y la culpa criminal, y se atreve a descubrir la realidad de Dios precisamente en el instante en que toma en sus manos la prerrogativa divina de perdonar a quien ya no puede solicitar el perdón de su culpa. Justo porque se es entonces consciente como nunca de la capacidad del amor para modificar hasta lo inmodificable, se es también a la vez consciente de la pobreza del amor humano, que salta hasta atarse al amor divino implorando que este le deje sumirse en su corriente eterna. La intercesión en este límite de humildad amante obtiene lo que suplica e incluso sabe que lo obtiene. En realidad, es un ascenso místico perfecto hasta el amor primordial. Y aunque el caso de la intercesión auténtica –vivida de modo continuo en la experiencia cristiana– ya manifiesta, bien mirado, la naturaleza última del perdón, no exime de recorrer el resto de los fenómenos de la constelación del perdón.

    Pero es precisamente por lo que acabo de exponer por lo que se tiene que vivir activamente cuanto se refiere al perdón: hay que adelantarse a pedirlo, casi hay que adelantarse a que el ofendido sepa que ha sido ofendido por nosotros; hay que apresurarse a concederlo, incluso secretamente, sin que se nos haya pedido perdón. El otro deberá pasar por el trance de pedirnos perdón, pero no está de más que llegue a ese momento en buena parte porque esté ya experimentando que lo hemos perdonado de antemano. Debe él hacer ese camino solo para no volver ineficaz mi perdón, pero yo no necesito para mí ni por mí que el otro pase por las horcas caudinas de humillarse a pedir de veras que yo lo perdone.

    Por lo mismo, si he ofendido estoy absolutamente obligado a ir hasta el otro y suplicarle que me perdone. Él es en este caso figura Christi, de modo que no me vale el subterfugio de pedir, creería yo que directamente, perdón a Dios. Mi prójimo no es mi Dios pero sí, evocando una palabra de Lutero, el pan mío de cada día e incluso más cuando ha sido ofendido por mí, o sea, cuando he abusado de él en cualquiera de las mil maneras del abuso.

    3 Un fragmento de ética

    ¿Qué se busca al sentir la necesidad de perdón y moverse hasta la presencia del ofendido y pedirlo, bien con palabras o bien con actitudes y gestos? Si no se trata de un similiperdón, no cabe que se tenga a la vista en primer lugar el restablecimiento de algo así como la propia paz interior. Lo primordial aquí solo puede ser testimoniar el respeto que la dignidad incólume de la persona ofendida suscita en mí. Muestro mi arrepentimiento, o sea, reconozco un error moral grave, una culpa; al arrepentirme, tengo que exteriorizar que vuelvo al reconocimiento pleno de la santidad del otro, al menos en la medida en que fue pública mi ofensa. Esta mostró mi desprecio por el otro, como inferior en dignidad a mí, y ahora he regresado a la verdad y corrijo tanto mi transgresión como la infamia que he lanzado contra otra persona.

    Aquí es muy posible que no haya habido intención mía de menospreciar y rebajar, pero es el otro quien ha de interpretar mis actos para con él. Si no hay culpa en mí por más que indague mi conciencia, el perdón que pido se refiere solo a la perturbación y al daño o el dolor que haya causado simplemente por seguir adelante con mis obras de amor moral. El empeñado en esta clase de obras de suyo santas quizá no ve o no aprecia bien cómo deja expuestos a algunos contra los que tiene que dirigir el sentido de sus actos, incluso el de los requeridos por la moral. No estamos aquí ante un cuasiperdón por el hecho de faltar mi culpa, porque el daño, el dolor, la desorientación e incluso la envidia que he suscitado obrando el bien han trastornado otras vidas, con independencia de que merecieran o no ser trastornadas. Eso sí, este tipo de petición de perdón por el bien llevado a término es peculiar por el hecho de que va dirigida a todos los que han formado parte de mi entorno humano, pero no cabe escoger de ese entorno a nadie singular y pedir perdón a este en representación de tantos. Se trata del único caso en que es más importante la actitud de reconocimiento ante Dios de las propias hazañas –con sus indelicadezas adjuntas– que el dirigir una petición de perdón a un prójimo de los que se cuentan en mi entorno. Yo no puedo pedir perdón a alguien concreto cuando no tengo culpa, aunque haya influido en su ánimo y hasta en su destino. Si pidiera semejante perdón, lo estaría haciendo solo por apaciguar a quien me aborrece ya que se ha sentido perjudicado por mis acciones y mis elecciones; pero estaría blasfemando contra el bien que realmente hice, llevado por mi deseo de no seguir cayendo mal a nadie, de no suscitar envidia, recelos, odio, murmuraciones y difamaciones. Me interesa moralmente, sin duda, la paz de espíritu de quien piensa sinceramente que le debo pedir perdón por algo que yo no puedo reconocer como culpa a su respecto; pero hay que preferir el interés por la verdad antes que este espurio remedo de paz y reconciliación. En realidad, llevo a cabo un movimiento de conceder perdón ahora mismo a quien me maltrata exigiéndome una petición de perdón que por mucho que él la considere necesaria, yo no puedo tenerla por justa. Y sin embargo, sí debo expresar de alguna manera no secreta y ante Dios que imploro perdón por las reacciones estúpidas o perversas que mi afán moral ha despertado en otros. Un hombre santo no puede soportar la idea de salir de este mundo sin tomar en consideración a aquellos para los que su hermosa vida ha sido la principal tortura de la suya. Cuando surge el Cristo, el mundo se llena de diablos que salen de sus escondrijos, a la vez que de curados, de perdonados una vez más. El más grave o pesante de todos los pensamientos, ha escrito Chrétien, es que “el infierno mismo está referido al misterio del amor”.5

    No habrá que destacar que no es preciso que el ofendido se sepa ofendido para que yo, si soy culpable respecto de él, deba ir a pedirle perdón. Quizá su falta de conciencia de mi ofensa dificulte o retrase la concesión de perdón, porque despierte en esa víctima mía inocente la sospecha de que pueda estar yo mencionando la menor de mis culpas a su respecto. Buscará asombrado si lo que de repente estoy haciendo no es el modo pérfido de enterrar en la inconciencia definitiva una serie de daños y culpas mucho mayor y más terrible, porque cuesta trabajo confiar en alguien que pida perdón en semejante circunstancia. Pero lo que sí es interesante es comprender que diferir la concesión de perdón, también en este caso, siempre, pues, no tiene valor moral añadido, porque haya que meditar muy mucho si no será ligereza a su vez imperdonable perdonar sin reflexión pormenorizada sobre el conjunto de lo sucedido: la ofensa, el daño recibido, la espera hasta que llega la solicitud de perdón –diría uno, impaciente y ansioso, que no vendrá ya jamás…–, el gesto y las palabras con que se expresa esta petición. No. El perdón otorgado con premeditación es solo un similiperdón. La inmediatez concediendo perdón ante una solicitud que se siente ya al pronto como sincera y motivada, es la que añade valor moral al acto de quien perdona. La causa está a la vista: si debo todo al perdón divino previo a mi existencia y que la acompaña constantemente, tengo que estar en la disposición de haber ya otorgado mi perdón a todos los que me lo vengan a pedir y también a todos los que, para su desgracia –que me llena de tristeza a mí también–, no vendrán jamás. Solo un gesto, como es ver venir a lo lejos al hijo pródigo, bastará para que el padre preocupado, que sale a diario a otear el camino, salte de alegría perdonando. Hace bien el hijo, desbordado por el perdón inmediato, en recitar la retahíla de culpas que su arrepentimiento le ha dictado, pero eso es solo para completar la mutua dicha del reencuentro: yo, el hijo pródigo, no me guardo una reserva de egoísmo y orgullo y tú, el padre generoso, ves en mí una bondad que solo mi viaje de regreso no expresaba por completo.

    Tratar de la petición de perdón no cierra lo que es esencial decir sobre el perdón mismo. Pide uno perdón, restituye, en lo que de él, el ofensor, depende, la integridad del ofendido; pero he aquí que este ofendido concede realmente –no cuasi, no de modo análogo– este perdón. Se produce entonces un extraordinario trastorno en el perdonado, que deja muy atrás el hondo cambio en que maduraron su arrepentimiento y su viaje hasta el ofendido y su solicitud del perdón de este. Aun si se había previsto que este perdón fuera concedido, el hecho de recibirlo revoluciona la situación del perdonado. Para quien perdona no hay sino el alivio de ver que otra persona se restablece en su verdadera dimensión moral; pero el perdonado experimenta que cae sobre él el amor del otro, como anuncio de que sigue siempre en pie el amor-perdón de Dios respecto de la realidad entera. He aquí que acoger el amor de otro no es nada sencillo.

    El efecto real de este amor con el que no se podía contar, con el que no se estaba viviendo, sobrepasa absolutamente el momento presente. No es lo que sucede al escuchar una declaración de amor que nos llega desde alguien a quien no hemos antes dañado. Esta declaración no mira lo pasado y no se fija en el presente, sino que salta al futuro. Lo que dice es que dos personas que antes no han enlazado sus vidas quedan ahora en posición de comunicarse profundamente y, por tanto, de iniciar algo inédito. Pero cuando recibo el perdón del ofendido, la prueba de este amor atraviesa el momento y destruye el pasado. Realiza el milagro que algunos teólogos apresurados –o sea, que no llegaron a serlo aunque se creyeran ya tales– han afirmado que ni Dios puede hacer: cambiar el pasado. Y esta transformación tiene por autor no a Dios sino a otro humano –aunque esta persona ha dejado, al conceder su perdón, que un rayo divino la traspase y traspase también al perdonado, porque si la estructura del universo no fuera como he tratado de describirla usando la categoría del perdón, no sería posible el milagro de que el otro cambie mi pasado o yo cambie los pasados de otros–.

    Ante todo, incluso si admito que Dios no deja de amarme pese a mis culpas, el perdón que el ofendido me otorga me sorprende con la noticia de que soy amado como si mi pasado no contuviera males y vergüenzas. Mi reacción será de incredulidad, y no tanto porque dude de que ese cambio milagroso se haya producido en mí, sino porque su magnitud es tal que dudo de que se me esté perdonando, como solemos decir, de todo corazón. Mi impresión es: no resulta posible que alguien me ame con este amor pura energía; será o que no me conoce lo suficiente o que está fingiendo que me perdona de veras.

    En un segundo momento, miraré a mi intimidad y dudaré también del estado en que se encuentra. He aquí un factor esencial en el conjunto de esta descripción: necesito que se corrobore en el tiempo la realidad de que he sido perdonado. Y hay modos variadísimos de esta corroboración que dura y no es mero instante: desde el no volver a encontrar a la persona que me ha perdonado –pero esta desaparición es garantía de que no queda en ella rastro de afán de venganza–, hasta permanecer cerca de ella y ver la naturalidad con la que me trata precisamente porque sí ha perdonado. No lucirá ante mí su gesto como una prueba de generosidad inaudita y heroica, pero tampoco dejará ver en su conducta que recela de mí. Su perdón se ha basado en la certeza de que los seres humanos somos susceptibles de cambio, más si se nos cambia desde fuera de nosotros mismos, pero también a veces por nuestra iniciativa. El antiguamente ofendido sabe que su perdón ha curado mi corazón y no piensa siquiera en que aún se vean en él cicatrices –estas cicatrices tiendo yo mismo a verlas, de modo que hago bien plausible desde la experiencia de mi corazón la admirable noción teológica del purgatorio–. Dios, en cambio, y quien me ha perdonado, no saben nada de cicatrices: he ahí que el amor que inició el mundo e inició cada vida, hace nueva ahora una existencia.

    La transformación del universo que significa en su bellísimo título Olivier ClémentCristo, tierra de los vivos– se realiza palpablemente en este acontecimiento de la desaparición, en mi pasado, de cierta culpa, de un mal que yo jamás podía sanar, porque nadie puede perdonarse a sí mismo –solo cabe, a duras penas, soportarse a sí mismo cuando se está demasiado cargado de mal auténtico, es decir, de males morales–. No es quimérico pensar que antes del advenimiento del Cristo no pudiera el perdón llegar a sondear y limpiar el fondo del corazón. Las culturas antiguas están llenas de testimonios de la precaución con la que se trata al otro que es nuestro deudor o que parece habernos perdonado. Las alianzas están ahí exteriorizadas en protocolos de garantías y en series de amenazas si son violadas. Aristóteles solo quiere perdonar el mal que va acompañado por eximentes o por atenuantes muy grandes; Zenón de Citio, según el recuerdo que de él hace Cicerón, pensaba que sólo perdona alguien stultus et levis (o sea, estúpido y frívolo, es decir, desconocedor de la verdad y desconocedor de las normas morales vigentes). Todavía en la muy estoica moral del racionalismo clásico europeo no hay modo más poderoso de auxiliar a otro que manteniéndonos ante él incólumes en nuestra propia grandeza moral, para ejemplo de todos, y sin perdonar nunca. Como el cínico, no me vengaré –que sería asunto de imbéciles y frívolos– de mi ofensor, pero pondré su nombre sobre la herida que me ha hecho, a la vista de todos. Sócrates, como Kierkegaard lo veía, más que ejercer el perdón simplemente no juzgaba de ningún corazón pero practicaba constantemente su convicción de que no hay nadie que no pueda ser transformado por la verdad. La idea de que justamente lo imperdonable sea el blanco del perdón surge plenamente en la historia a raíz del caso del Cristo. Posiblemente ya la doctrina de un Jeremías haya influido en el mismo sentido en el judaísmo esenio y fariseo de los dos siglos anteriores al Cristo. La cruz de este es la realización de cómo el objetivo del perdón es ante todo lo imperdonable, sin exigir realmente nada de aquel a quien se perdona –sí algo: que su futuro, una vez limpio su pasado, no se viva una segunda vez–. Este núcleo del judeocristianismo ha penetrado la cultura en casi todas las regiones de nuestro mundo, de modo que no perdonar recibe un reproche inmenso en todas partes. Hasta se da lugar a la complicada noción de perdones colectivos a través de comisiones de la verdad que expurgan –eso pretenden– un pasado histórico colectivo de injusticia espantosa. En realidad, tal tipo de perdón es únicamente un cuasiperdón, como se ve por sus efectos ambiguos en las sociedades en que se lo ha aplicado, desde Sudáfrica a Argentina, desde Chile a Colombia.

    El pasado no puede ser modificado y hasta borrado más que si el tiempo no es como la columna vertebral de la realidad, sino que ese puesto lo ocupa algo que domina el tiempo, que se cruza con él, que revela en él su supremo poder ontológico y, sobre todo, su santidad, y que bien puede tanto crearlo como acabarlo, es decir, redimirlo, perdonarlo enteramente. Más real que el tiempo es este señor que lo envuelve y en el que están las raíces de la vida humana. Si lo nombramos con neutralidad teológica, lo llamamos la eternidad.

    NOTAS

    1 Emmanuel Levinas, Carnets de captivité et autres inédits, en Oeuvres I (ed. Rodolphe Calin). París, Bernard Grasset / Imec, 2009. P. 134.

    2 Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito (trad. Miguel García-Baró). Salamanca, Sígueme, 2012. P. 19.

    3 Este número y los siguientes, hasta que se advierta otra cosa, remiten a mi traducción de Totalidad e infinito (Salamanca, Sígueme, 2012).

    4 Considero de máxima importancia en este sentido el libro de Olivier Clément, Cristo, tierra de los vivos (trad. Mercedes Huarte). Salamanca, Sígueme, 2024.

    5 Op. cit., p. 56.

    Texto de la ponencia pronunciada el 25 de marzo de 2025 en el Congreso Perdón y Reconciliación, Universidad Francisco de Victoria.