Categoría: Meditaciones

  • Autobiografía de Sócrates en Fedón 96a ss.

    Autobiografía de Sócrates en Fedón 96a ss.

    En la página 96a de Fedón, Sócrates, a punto de morir, trata de responder convincentemente a Cebes, un joven tebano de tendencias pitagóricas, acerca de cómo se debe atacar la gran cuestión de la cosmología. No importa la aparente falta de tiempo ni hablar de semejante problema en tal ocasión quiere decir escapar en ningún sentido a lo realmente primordial. Y sin embargo, para que la contestación sea suficiente, se hace necesario relatar muy desde el principio, dice Sócrates, lo que a mí me pasó respecto de lo preguntado.

                Siendo yo joven, tuve un asombroso deseo de esa sabiduría que llaman “investigación sobre la naturaleza” (perì physeos historían). Me parecía que era algo brillantísimo saber las causas (aitías) de cada cosa: por qué nace y por qué muere y por qué existe. Muchas veces era como si me pusiera a mí mismo del revés cuando empezaba a examinar cuestiones como éstas: ya que lo caliente y lo frío sufren una especie de putrefacción, como dicen, ¿es entonces cuando se engendran los animales? ¿Es quizá la sangre aquello con lo que pensamos, o es el aire o el fuego; o no es ninguno de ellos, sino que el cerebro proporciona las sensaciones de oír, ver y oler, de las que surgen la memoria y la opinión, y de la memoria y de la opinión, una vez que se estabilizan, nace así la ciencia? Pasaba luego a examinar cómo se corrompen todas estas cosas y lo que sucede en el cielo y en la tierra. Al final, llegué a la opinión de que era imposible haber nacido con menos disposición que yo para este género de investigaciones.

                Voy a darte una prueba contundente. Me hice tan ciego examinando todo esto que cuanto en el tiempo anterior sabía con claridad, según yo creía y según creían también los demás, lo desaprendí de tal forma que dejé de saber lo que antes pensaba que sabía, por ejemplo, entre otras muchas cosas, por qué crece un hombre. Antes pensaba que esto era claro para todos: comiendo y bebiendo, ya que por los alimentos se añaden carnes a las carnes, huesos a los huesos y, por el mismo discurso, se añade a lo demás lo que es propio de cada uno; y así, lo que al principio tenía poco bulto tiene luego mucho. Y de este modo es como el hombre pequeño se hace grande. (…)

                Pero considera también esto otro. Yo pensaba que estaba suficientemente bien mi opinión de que cuando un hombre alto se pone junto a otro bajo, le saca la cabeza, y lo mismo pasa si se trata de dos caballos. O algo aún más evidente que eso: creía que 10 es mayor que 8 porque a los 8 se añaden 2, y que 2 codos es más que 1 codo porque supera a éste en una mitad. (…) Por Zeus, estoy muy lejos de pensar que sé la causa de estas cosas, cuando ni siquiera sé si al añadir 1 a 1 es este segundo 1 el que se hace 2 o si se hacen 2 el 1 añadido y el 1 al que se añade el otro 1, precisamente por el hecho de añadir algo otro a algo otro. Pues me asombro de que cuando estaban separados era cada uno 1 y no había entonces 2 alguno, pero cuando se acercaron mutuamente surgió la causa de que llegaran a ser 2, o sea, la confluencia de quedar puestos cerca el uno del otro. De otro lado, cuando alguien parte 1, tampoco soy capaz de convencerme de que haya surgido la causa de que lleguen a ser 2, o sea, la partición, ya que la que surge es la causa contraria a la primera, o sea, a la del nacimiento del 2: antes fue que se reunieron mutuamente cerca y algo otro se puso junto a algo otro, y ahora es que se aleja y separa lo otro de lo otro. Y tampoco tengo la convicción de saber por qué surge el 1, ni, para decirlo de una vez, por qué nace, muere y es nada, cuando sigo este modo de metodología. Lo que hago entonces es que me forjo a la buena de Dios otra, ya que por aquélla no avanzo nada.

                Pero una vez oí leer de cierto libro que, decían, lo había escrito Anaxágoras, y allí se afirmaba que la inteligencia es quien ordena todo el cosmos y la causa de todo. Me agradó esta causa, pues me pareció que de algún modo estaba bien que la inteligencia fuera la causa de todas las cosas. Pensé que, de ser así, la inteligencia que dispone el cosmos habría ordenado todo y habría dispuesto cada cosa como mejor hubiera de ser. Así, si uno quería encontrar la causa de por qué algo nace o muere o existe, lo que necesitaba era encontrar lo mejor para esa cosa: existir o sufrir o hacer lo que fuera. Partiendo de ese discurso, al hombre no le convenía examinar, a propósito de cualquier cosa que fuera, sino lo mejor y lo más hermoso; y era también necesario que ese mismo hombre supiera lo peor, ya que es la misma la ciencia sobre ambas cosas. Discurriendo así, disfrutaba porque pensaba que había hallado a un maestro, Anaxágoras, acerca de la causa de los seres según la inteligencia. Él empezaría por decirme si la tierra es plana o curva y, una vez que me lo hubiera dicho, me explicaría muy bien la causa y la necesidad de ello aduciendo lo mejor y que una de estas alternativas es mejor que la otra. Me diría después si la tierra está en medio, explicándome muy bien que le es mejor estar en medio. Si me lo mostraba, yo estaba dispuesto a no volver a echar de menos ninguna otra especie de causa. (…) Pues no iba yo a pensar que quien dice que estas cosas han sido ordenadas por la inteligencia fuera a ofrecer otra causa para ellas que el hecho de serles lo mejor ser como son. Al exponer la causa de cada una y la que es común a todas, pensaba yo que explicaría muy bien lo que es mejor para cada cosa y lo bueno común a todas. ¡No habría cedido así como así de mis esperanzas! Cogí con todo afán aquellos libros y los leí lo más aprisa que pude, para llegar inmediatamente a saber qué es lo mejor y qué lo peor.

                ¡Ay, amigo, cómo tuve que perder esta maravillosa esperanza! Al ir adelante en la lectura, veo que el hombre no emplea para nada la inteligencia ni le achaca las causas del orden de las cosas, sino que hace su responsable a los aires, a los éteres y las aguas y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le había pasado exactamente lo mismo que a uno que dijera que Sócrates hace cuanto hace con la inteligencia, pero luego, al intentar aducir las causas de cada una de mis acciones, empezara diciendo que ahora estoy aquí sentado porque mi cuerpo se compone de huesos y nervios (…) y descuidara señalar las verdaderas causas, o sea, que ya que a los atenienses les ha parecido que lo mejor era condenarme, por eso mismo a mí me ha parecido mejor estar aquí sentado y quedarme a sufrir su condena. Pues, ¡por el perro!, pienso que hace ya mucho que estos nervios y estos huesos andarían por Mégara o Beocia, llevados por la opinión de lo que es mejor, si hubiera yo pensado que era más justo y hermoso huir y salir corriendo que aceptar la condena del estado, fuera cual fuera la que me impusiera. (…) Y es que una cosa es la causa real y otra, aquello sin lo cual la causa no sería causa. (…) La potencia por la que han sido dispuestas del mejor modo las cosas que existen ahora, ni la buscan ni piensan que posea una fuerza demónica, sino que creen que van a encontrar un Atlas más fuerte y más inmortal que ése, que mantenga unidas todas las cosas mejor que él, y para nada piensan que lo verdaderamente bueno tenga que ligar y mantener unidas las cosas. A mí, en cambio, nada me habría gustado más que hacerme alumno de quien fuera, para conocer tal causa. Sin embargo, como me había quedado sin ella al no ser capaz ni de encontrarla por mí mismo ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación en busca de la causa y cuanto hice en ella? (…)

                Tenía que tener cuidado, no me pasara como a los que observan un eclipse de sol, a algunos de los cuales se les estropean los ojos si no miran la imagen (eikona) del sol en el agua o en algo afín a ella. (…) Temí, en efecto, volverme completamente ciego de alma si miraba las cosas con los ojos y procuraba tocarlas con las sensaciones todas. Me pareció que había que recurrir a retirarse a los discursos para examinar en ellos la verdad de los entes. Pero quizá de alguna manera no es válida esta comparación que tomo, porque de ningún modo concedo que el que ve los entes en discursos los vea más en imagen que en acción (eikosi / ergois). La cuestión es que a ello me dediqué con todo afán: siempre supongo (hypothémenos) el discurso que considero más firme, y cuanto me parece que concuerda (symphoneîn) con él lo pongo como siendo verdad, tanto acerca de la causa como acerca de todo lo demás; y cuanto me parece que no concuerda, lo pongo como no siendo verdad.

  • Vivir el final de este mundo

    Vivir el final de este mundo

    Tú, que das tanto el comenzar como el llevar a término, da al joven de madrugada, cuando el día alborea, determinación para querer una sola cosa; cuando el día declina, da al anciano un recuerdo renovado de su primera resolución, para que lo último pueda ser como lo primero, lo primero como lo último, y su vida la de alguien que ha querido una sola cosa (S. Kierkegaard).

    La mirada de un hombre viejo busca con cierta ansiedad los peores rasgos de lo real: tiene seguramente poco tiempo –así fue siempre, pero no era capaz de creerlo con eficacia mientras fue joven– para luchar contra ellos una última batalla, que por inútil que pueda resultar, es un deber ineludible –y un modo de olvidar lo más triste de su edad–. Quizá la seriedad de este combate final sea tan grande que esta vez el mal retroceda a ojos vista. En cualquier caso, la ancianidad pensará haberse justificado así, haber sido radicalmente coherente con lo que toda la vida ha buscado –y ha sabido que buscaba–.

    Una parte, la esencial, de estas guerras de los días finales es la que se desarrolla en el interior de uno mismo: los pensamientos, los deseos, incluso los sentimientos tienen que recibir la enmienda decisiva. Los añadidos ociosos de la vida deben caer; hay que revisar las convicciones, las conclusiones logradas, el amplio campo de los afectos y las amistades; la tensión del tiempo crece y crece y no tiene por qué saber a ninguna clase de desesperación. Esta tensión ya casi máxima es compatible con la paz, pero siempre que las tareas de resumen y de limpieza estén de veras en marcha. Esta zona íntima de la inquietud del corazón es el enfrentamiento con el mal –las malas acciones, las malas intenciones–.

    La segunda parte de la guerra del anciano se dedica no al mal propiamente dicho, sino al sufrimiento y, en concreto, al dolor de los demás. No se puede combatir directamente el mal ajeno, pero cabe luchar con él indirectamente si se ataca el sufrimiento –que no solo es ocasión para el mal moral, sino, muy frecuentemente, consecuencia compleja de este: la maldad de unos hace daño a otros y los hace sufrir–.

    ¿Cuáles son los rasgos del mundo que más nos disgustan, que más me disgustan?

    Precisamente la ignorancia, la superficialidad es una muy seria raíz de la terrible confusión entre el daño, el dolor y la maldad. Hay un inmenso problema pedagógico que debe afrontarse y que puede afrontarse. La realidad dura y persistente de la vida tiende a darle respuesta, pero se encuentra muchas veces paralizada por la feroz corriente de las interpretaciones estúpidas y hasta perversas, que arrastran y seducen a las personas –porque así es como parece que se vive la vida en el grupo social al que se pertenece, y se supone que el grupo está antes en la verdad que ningún individuo–. Recibir la lección de la vida, ese universal y severo y dulce Maestro Exterior de todos nosotros, y a la vez tergiversarla sin apenas conciencia de ello, es la situación terrible de la humanidad y el mayor motivo de lástima. La compasión y la pena se concentran en este espectáculo que hemos conocido íntimamente, que hemos tratado de superar y que, en la medida en que cabe conocer a los demás, tememos que es la enfermedad espiritual más extendida. Tiendo a creer que es también la más peligrosa, o sea, aquella de la que derivan los mayores sufrimientos y los gérmenes de las malas intenciones. Se suele hablar hoy a este respecto de la banalidad del mal, pero la sabiduría que se le ha concedido a la ancianidad es que tal cosa no existe: que hay la banalización del mal, pero jamás la conversión de la maldad en un asunto banal –una maldad banal es una contradicción en los términos–.

    La pedagogía podrá servir, ante todo, para mitigar este desastre que es volverse neciamente casi invulnerable a las enseñanzas –por más duras o por más gozosas que a veces son– de la realidad. Y ello, en todos los niveles: en la universidad, en la segunda enseñanza, en la familia y las amistades. De alguna manera cabe enseñar no el bien –este es un asunto estrictamente personal de cada cual– pero sí algunas condiciones para que sea más asequible. Hay que destruir la idea de que en la vida no hay enigmas ni misterios, sino solo problemas que las técnicas han conseguido ya vencer –o lo conseguirán próximamente–. Hay que hacer evidente que existen modos varios de la verdad y de nuestra estancia en ella. Hay que contar el eco que en nosotros mismos ha tenido la revelación de algún misterio primordial, a ver si resuena el relato en la profundidad de otras almas. Los conceptos de que se sirva para todo esto la filosofía se han de basar en la experiencia real de quien se atreva a emplearlos. Los encontrará en abundancia en las grandes obras literarias que llamamos clásicas, pero se guardará de usarlos mientras no los haya llenado de sentido vivo gracias a lo que haya aprendido de su encuentro individual con la realidad.

    Tal es, querido lector, la altísima empresa a la que procuro entregar mis tiempos de meditación. Algunos de ellos se han expresado en las páginas que ahora abres.

    Vale et vale.

    Dedico esta publicación a la memoria de dos ancianos admirables por muchos motivos y que ya han muerto: Alejandro Nieto y Dalmacio Negro, de cuya amistad he gozado demasiado brevemente.

    El presente escrito es Prólogo a la próxima publicación de Enmienda de la Universidad y Filosofía, en Lambda Editorial.

  • Silencio de Navidad

    Silencio de Navidad

    Dios es el nombre que damos a lo que nos es imposible por exageradamente bueno. Anhelamos cosas que no tienen la menor probabilidad de realizarse, pero precisamente eso es anhelar. Ni siquiera nos atrevemos a levantar acta de los anhelos, como si fuera una pérdida de tiempo darnos bien cuenta de lo que a nosotros no nos es posible pero llenaría la vida y el mundo de una dicha y una belleza inimaginables e impensables. Atrevámonos hoy, cuando empieza la semana en que celebramos lo que no cabe en cabeza ni en corazón humanos.

    Viene en primer lugar nada más y nada menos que la esperanza absoluta. No una esperanza concreta y accesible, sino la esperanza infinita, abierta, como un inmenso sí. Para empezar: que la muerte no lo acabe todo; que la muerte de las personas que más queremos no signifique que se vuelven a la nada que fueron antes de nacer. Que quienes murieron en la soledad, inadvertidos, se conserven en el mar abismal de la memoria de Dios. Que haya esta Memoria en la que todo continúa vivo, pero que esta continuación se deba al cuidado amoroso de la Vida absoluta. Que el último sentido de toda la realidad no sea una Cosa, quizá una sopa de bosones y fermiones, sino algo semejante a una persona, solo que consistente en mero amor: una eternidad de amor. Una eternidad de amor no permanecerá insensible; justamente al contrario, se ocupará sin descanso de cuanto existe.

    Y que la perversidad de la que desbordan nuestra historia y nuestro mundo sea borrada para siempre; que el odio muera enteramente. Que las lágrimas de sus víctimas, las lágrimas que ahora mismo se están derramando sin consuelo, sean consoladas. Y que la vida que anhelamos más allá de la muerte y de los dolores no tenga fin ni tedio, por más que no entendamos cómo podría ser eso.

    La Navidad invierte los términos: es Dios quien se mueve y actúa y quien hace lo imposible. Dios muestra que un ser humano es una maravilla que Él mismo puede adoptar como Persona de su misterioso ser trinitario. Esa Persona deja fuera toda maldad, pero nada más que la maldad. Muestra que es magnífico el cuerpo humano; que es magnífica -divina- la vida humana, sobre todo en comunidad y en la forma de la infancia al cuidado de unos padres, de la adolescencia luego, de la madurez del trabajo que favorece las vidas de los cercanos y que participa del culto antiguo mostrando su constante sentido -la esperanza absoluta, la liberación plena-.

    Nada es más improbable que el hecho de que nazca en la pobreza un niño judío que sea el Dios que se hace presente en una aldea cualquiera del brutal imperio romano, dentro de la jurisdicción delegada de un reyezuelo viejo y criminal, descendiente del desierto. Seguramente, el año 6 antes de la era común, en que hubo raras conjunciones de planetas y pocas guerras.

    Un niño en pañales llora, reclama atención, duerme, come y, poco a poco, aprende a sonreír y a reconocer a su madre. Salvo por la indefensión absoluta y la ternura protectora que despierta en quien no es un enfermo, desde luego que no hay nada divino que aparezca en esa criatura. Ahí solo se ve inocencia, ignorancia, espera del futuro, la dificultad de ir aprendiendo. No hay un contraste mayor que el que separa al Dios que imaginamos de ese niño judío; y así seguirá siendo muchos años, en la vida secreta de la aldea de cuevas que es la Nazaret de esa época. Alguna vez hay que visitar el mísero pozo de ese pueblo antiguo, en un hoyo muy hondo, que es testigo de la existencia secreta de la familia de Jesús. En las alturas, cerca, una ciudad helenística próspera, que no menciona el Nuevo Testamento, pero que daría de qué vivir a los aldeanos de Nazaret. La imaginería del cine neorrealista italiano quizá aproxima un poco a nuestra sensibilidad este misterio de silencio.

    Silencio lleno de cuidado entre las personas de la familia. Sin este cuidado amoroso, ¿cómo puede madurar la vida humana? Hoy tenemos noticia de modos de lo que llamamos resiliencia que son hazañas extremas del anhelo por la vida buena, aunque se haya sido víctima de abusos inconcebibles. Pero quizá no haya esa supervivencia milagrosa más que cuando alguien, siquiera una sola persona, miró con cariño maternal al niño.

    La necesidad que tenemos unos de otros es también el lugar en el que nacen los anhelos que no podemos amputarnos si queremos ser plenamente humanos. No es necesidad de alimento y abrigo, sino antes de amor. En el núcleo familiar, que se presta a criar tantas enfermedades del espíritu, es donde debería alimentarse de amor, de deseo de cuidar a los demás y de esperanza toda vida humana. El secreto de la familia de Nazaret nos lo recuerda, si logramos oír su silencio entre la barahúnda de ruidos y luces y muñecos barbudos vestidos de colorado.