Categoría: Filosofía

  • Primeros auxilios pedagógicos

    Primeros auxilios pedagógicos

    No se piense de ninguna manera que un libro sobre la enseñanza de las virtudes solo atañe a los especialistas en pedagogía. Como siempre que se toca algo central del espíritu humano –y eso es lo que se hace en estas páginas–, todos nos vemos concernidos y podemos esperar, confrontando lo que aquí leemos con nuestra propia experiencia, un progreso auténtico en nuestra comprensión de la maravillosamente enigmática Realidad. Las cosas nos reclaman y la sabiduría es la gracia y el gozo de la vida. No dejemos decaer la tensión sagrada a crecer en sabiduría, que redunda siempre en aumento de bondad.

    El asunto que directamente se discute aquí –la posibilidad de enseñar virtud– es tan antiguo como la filosofía y ha conocido tantas derivas como ella. Se partió de algo que sigue siendo hoy una tentación terrible: la idea de que las dificultades con las que se tropieza la vida humana son exactamente eso que la metáfora del viaje de la existencia pretende: obstáculos –en griego, problémata, o sea, cosas que se nos arrojan delante de nuestros pies de caminantes–; y los obstáculos pueden ser removidos con apropiadas palancas, o volados con una carga de dinamita, o, sencillamente, superados escalándolos. Lo que tienen en común estas posibilidades es que, una vez hallado un método para eliminar la dificultad del obstáculo, se tiene contra todo otro problema de la misma naturaleza un arma definitiva, aplicable una y otra vez. El que encontró la solución al problema luchó con la realidad y su verdad; pero los que reciben de estas manos primeras el arma o el plan para reconstruir esa solución, no necesitan saber ya nada de la realidad-obstáculo, salvo el punto en el que apoyar el dispositivo para deshacerla. En definitiva: un problema está esperando un método para ser superado o resuelto, y este método es, por una parte, infalible, o sea, de vigencia universal e intemporal, y, por otra, no solo puede ser enseñado y aprendido, sino que toda enseñanza, en última instancia, lo es de métodos así para las legiones de problemas que vamos hallando en el transcurso de la vida. Aprendemos métodos, enseñamos métodos; suponemos, pues, que no hay más dificultades que los problemas. Suponemos también que los saberes no necesitan revisiones radicales sino ir resolviendo, con el estilo inveterado que es el suyo, nuevos y nuevos problemas –que hoy suministran en mayor abundancia los saberes y las técnicas que la realidad todavía no explorada–.

    Esta manera de comprender la educación y las instituciones de enseñanza –y la realidad misma en su conjunto– precisamente niega que los procesos de aprendizaje consistan en educación, o sea, en ir extrayendo del discente una forma superior de vida que se hallaba en él incoada. No. Aquí el que aprende es a modo de saco vacío que se llena desde fuera sin que él tenga que hacer más que abrirse en el momento y el sitio oportunos. Y el mundo es la creación de un ingeniero de habilidad extrema, que ha diseñado todo antes de fabricarlo, para que no haya rincones de veras oscuros. El estoicismo, hoy en boga –posiblemente siempre ha estado en boga–, deja de lado a la fuerza creadora exterior al mundo y simplifica la situación suponiendo que esa fuerza es inmanente a todas las cosas que existen y existirán, a modo de cuerpo que penetra todos los demás cuerpos y los organiza en un inmenso sistema racional. Para todo hay una razón suficiente que está esperando ser sacada a la luz y proporcionar a los seres humanos un método que disuelve lo que antes, en la situación de hallarnos ante un problema, pudo parecernos misterioso, enigmático, incalculable –en definitiva, vertiginoso–.

    Hay en todo esto un camino en zigzag. En el principio de la historia humana, seguramente que nuestros ancestros más lejanos se encontrarían completamente desbordados y superados por el poder majestuoso de lo real. Él los dominaba a ellos en todo y siempre, y tratar de ponerlo a favor era lo decisivo del saber más antiguo. Técnicas ya, pero solo de adoración, apotropaicas, mágicas. Rutinas que a veces se consolidaban, efectivamente, en técnicas vacilantes, con mínimo papel de la razón. Pero de ahí se subió a este diseño de todas las cosas que acabo de compendiar en la tentación estoica del ser humano. Lo no racionalizable desapareció por principio. Si sumamos al panracionalismo estoico el pitagorismo, la razón y el cálculo exacto de la matemática se igualan. Entonces solo se considerará real la cantidad calculable. Las mismas personas encontrarán su identidad en saberse –y forzarse a ser– meras partes de la madre naturaleza, este dios inmanente, esta fuerza vital que contiene tan solo razones suficientes y los efectos que de ellas derivan y se vuelven a su vez razones suficientes de otros efectos innumerables.

    El zigzag, sin embargo, no ha terminado ni es posible que termine alguna vez. Hoy se regresa al reconocimiento de que no todo participa de esta uniforme manera de ser y de ser conocido y dominado –y enseñado–. Vuelve a vislumbrarse que hay un papel esencial que corresponde en todo esto a la persona individual y que afecta a la concepción del mundo no menos que a la concepción de lo absoluto divino –y de los procedimientos que de nuevo se llamarán con pleno sentido educación–.

    El libro para el que este breve texto sirve de prólogo da testimonio, sin necesidad de ir constantemente a la raíz metafísica y antropológica de por qué es así, de que por lo pronto una parte de lo que existe se rebela sin duda contra ser tratada técnicamente. Un pensador judío alemán del primer tercio del siglo XX, Franz Rosenzweig, habló a este propósito de cómo la consideración del ser humano es meta-ética mejor que ética, si se entiende por ética un mero saber parcial dentro del totalizante saber sobre la Naturaleza. Su propuesta era analizar al ser humano precisamente sin partir del enorme supuesto de que solo consiste en una partícula de la naturaleza omnirracional. Si llamamos excelencias (aretaí) o fuerzas (virtutes) a las mejoras que cabe hacer en la existencia personal, como capacidades que son para realizaciones que sin ellas resultan imposibles, todo lo que se refiere a este capítulo de la realidad exige un estudio que se abstenga por principio del prejuicio naturalista; o sea, que reconozca en el ser humano una diferencia, una peculiaridad que no se tiene derecho a dar por anulable desde el comienzo. En otras palabras, se puede decir que el ser humano no constituye meramente un problema complicado –para el que habrá un día un algoritmo que permita calcularlo y descifrarlo por entero–, sino un enigma o un misterio –palabras estas a las que nos fuerza el naturalismo y que no deben interpretarse como ajenas a la filosofía y solo propias de las religiones–.

    Tal es el trasfondo de los capítulos de este libro estupendo. ¿Se puede desarrollar una virtud sin que todas las demás también se desarrollen de algún modo? ¿Hay entonces una sola virtud realmente capital o central en la persona? ¿Por qué virtud se debe comenzar en la educación? Y, ante todo, ¿qué papeles corresponden en esta enseñanza tan peculiar al maestro y al discípulo?

    El pensamiento básico ha de ser que lo primero que debe despertar en cada persona es la certeza de su singularidad radical y de que ello le da derecho a aprender directamente de la vida misma las lecciones decisivas, por mucho que quepa iluminar desde otras personas y gracias a la lengua común alguna parte de la interpretación que exigen esas lecciones. El maestro no se figurará nunca que él es quien debe enseñarlo todo a su alumno: que lo recibe como si la realidad misma, directamente, no tuviera que decirle nada. Es lo contrario lo que sucede: cada individuo es un oyente de lo absoluto que no repite exactamente la vida de ningún otro y al que lo absoluto se presenta o revela con matices completamente singulares. No es posible ninguna dirección espiritual, aunque sean necesarias alguna o algunas formas de la paternidad espiritual.

    Aristóteles –yo he defendido que también PlatónSócrates– propuso una doctrina sensatísima sobre la educación en la virtud, que se encuentra comentada en múltiples modos a lo largo de este libro: hay que diferenciar virtudes que se refieren a lo desiderativo, a los impulsos, los afectos, los mismos movimientos del cuerpo en su relación con el alma; y virtudes de la zona racional del ser humano –que no se entiende que consista solo en la capacidad del cálculo y el silogismo–. Hasta no lograr un suficiente autodominio, la educación del primer nivel elemental recae en el maestro, que se tiene que valer de lo que logró consigo –gracias a su propio maestro– para forzar la enmienda adecuada de las tendencias de su alumno. Pero cuando el discípulo posee ya la templanza y la fortaleza –las cardinales entre las virtudes cardinales–, es él quien debe dirigir su vida conforme a la quíntuple existencia de la verdad. Quíntuple forma de la verdad y cinco virtudes intelectuales, no solo una, como ha querido la terrible simplificación posterior.

    De hecho, en este libro se abre la cuestión de las virtudes en un abanico tan amplio como el que diseña Aristóteles para las básicas, las morales, cuya lista dejaba abierta el viejo sabio; y tengo para mí que junto a la relación de las virtudes intelectuales que él establecía (el arte o la técnica, la prudencia, la inteligencia, la ciencia y la sabiduría) hay alguna más que no contempló y que en el presente reclama y logra atención. Yo concentro en el terreno de la belleza enigmática y el enigma de lo personal esa sexta virtud que tiene difícil recibir un nombre, puesto que el de arte ya se adjudicó a otra región de la virtud.

    Ya meramente el hecho de reflexionar tan aguda y variadamente como se hace en las páginas –no excesivas– de este libro supone un avance de principio que aplaudo sin reservas. Necesitamos, como he intentado decir sin escribir yo un capítulo más, des-simplificar la realidad y la educación. No es complicar nada, sino ser fiel a lo que aprendemos, a las fuentes de ese aprendizaje y a la participación cada vez más activa que los alumnos tenemos en este proceso que ocupa toda la vida.

    Aparecerá próximamente como prólogo al libro Educación de las virtudes: estrategias para la práctica educativa, coordinado por Zaida Espinosa en Dykinson.

  • Unas pocas palabras sobre el abuso de conciencia y el abuso espiritual

    El lamentable territorio del abuso es evidente que se extiende a muchas relaciones entre personas que no contienen ningún elemento de directo abuso físico. Aunque hay variedad de propuestas, creo que lo mejor, lo más claro, es distinguir entre abuso de poder, de conciencia y espiritual. Va a ser esta la tarea inmediata de la nueva cátedra extraordinaria Pro+Tejer, de la Facultad de Educación en la Complutense.

    El primero es sencillamente la coacción, el chantaje, la amenaza, el desprecio. Sin proponérmelo, he nombrado en orden de peor a menos horrible esta serie de deprimentes encuentros cotidianos. Ignorar más o menos ofensivamente al otro es, desde luego, un poco menos violento que amenazarlo de manera explícita. La realización de aquello con lo que se amenazó es o el chantaje o una presión aún más irresistible, que termina forzando a un acto que no se quería cometer.

    Pero todo esto no compromete aún la libertad íntima, que es lo espantoso de lo que sucede cuando se consuman los abusos de conciencia y el abuso espiritual en su acepción estricta. Se abusa del alma de otra persona cuando se la seduce hasta el punto de que pone ella la dirección del centro de su vida en las manos del seductor o de la seductora. Al hacerlo, quedará una cierta memoria de que fue libremente como se renunció a parcelas decisivas de la propia libertad o incluso a toda ella, y este recuerdo vago –puesto que la seducción es un largo proceso lento, astuto, minucioso, y no hay quizá nunca la posibilidad de fijar el momento en que se consuma– es uno de los factores que atormentarán en el futuro, cuando empiece su recuperación, a la víctima. Hasta que no entienda cómo es la seducción la que destruye la libertad del otro, creerá la víctima que tiene ella parte al menos de la culpa de lo ocurrido. Por lo menos, se acusará de necia, de ciega, si es que no de cómplice del abusador. Esta herida es una de las secuelas más tristes, más injustas de toda la acción perversa de quien abusa sibilinamente al través de lo que en general deberíamos llamar siempre seducción. El dolor de quien no consigue aún alejar de sí hasta el más pequeño rincón de sombra de esta creencia en alguna clase de complicidad es una de las variantes de la desdicha en el sentido técnico que dio a este término la genial descripción de Simone Weil. Pero es que ver la desdicha y sentir la compasión de caridad –no es preciso eliminar esta palabra y cambiarla por empatía– por el desdichado son actitudes difíciles, que ejercitan los llamados escuchas de duelo cuando acompañan a este género de víctimas. Actitudes, por cierto, que van aprendiendo caso a caso, de la experiencia del sufrimiento y del abrirse, pese a todo, ante él vías de escape.

    Quien siente la repugnante pasión de manipular almas tiene aún un terreno de mayor violencia, de daño abismal y, para él, es de suponer, de sucio gozo que supera al que logra en el resto de las formas de seducción; y es reemplazar en la conciencia de un creyente a Dios mismo, dicho en cristiano, al Espíritu Santo.

    Una vocación de entrega religiosa tiene un ímpetu de generosidad y de abnegación que le son esenciales, pero que la someten a un riesgo enorme. Para alguien con este impulso de atenerse a Dios a través del amor al prójimo y aún más allá, es precisa la paternidad o maternidad espiritual, o sea, aprender a encauzar toda esa vitalidad religiosa por los caminos que la tradición ha ido enseñando que son los idóneos; y este aprendizaje requiere un maestro espiritual. No un director, sino un maestro, una madre.

    Una manifestación contemporánea de la tiranía espiritual es el hecho reiterado –recogido a veces literalmente en alguna constitución– de que quien funda un grupo religioso nuevo a veces interpreta locamente ese nuevo carisma como una presencia en su persona del Espíritu hasta el punto de una identificación práctica, que ha solido derivar en la perpetuación del fundador como máxima autoridad del instituto que ha creado. A esta persona –estoy recordando frases literales– se le debe todo. El Espíritu y ella hablan con la misma voz y deciden sobre la situación de un alma en su relación con Dios. Esa persona hace de pantalla que se entromete decisivamente en el sancta sanctorum del aprendiz y filtra a su modo o sencillamente impide la vida de oración. Un instante de reflexión sobre lo que se dice así de rápidamente nos hará caer en un vértigo repugnante y, al mismo tiempo, en una indignación muy difícil de contener.

    Hay que tomar como ejemplos muy valiosos a los grupos –pienso sobre todo en monasterios y conventos– que han sabido interpretar sanamente todo lo que se refiere a la regla de la obediencia y han distinguido con pulcritud lo sagrado del fuero interno de cada cual. Esos grupos están llamados a seguir enseñando a quienes cuidan los terribles duelos de los abusos de conciencia y espíritu y, desde luego, a influir en la sanación de otros lugares que la necesitan.

    Pero lo primordial es tener cada vez más presente que solo la libertad plena de cada persona es el camino que determina Dios para que se suba a Él con amor responsable. Las autoridades religiosas van destacando esta verdad de máxima importancia y se la suele encontrar en la boca del papa Francisco y en los textos luminosos de Benedicto XVI, para citar solo la actualidad. Sin embargo, parece que aún falta mucho hasta que se encuentre universalmente el equilibrio entre obediencia y libertad plena. Lo hay, evidentemente, pero necesitamos en todas partes exhortar a este segundo miembro de la balanza, que por mucho tiempo ha sido desatendido. Los adjetivos con los que califico esta desatención parece que, por fortuna, no caben en el espacio de este texto.

    Texto publicado en el nº 4139 de la revista Ecclesia, pág. 61ss.

  • Vivir el final de este mundo

    Vivir el final de este mundo

    Tú, que das tanto el comenzar como el llevar a término, da al joven de madrugada, cuando el día alborea, determinación para querer una sola cosa; cuando el día declina, da al anciano un recuerdo renovado de su primera resolución, para que lo último pueda ser como lo primero, lo primero como lo último, y su vida la de alguien que ha querido una sola cosa (S. Kierkegaard).

    La mirada de un hombre viejo busca con cierta ansiedad los peores rasgos de lo real: tiene seguramente poco tiempo –así fue siempre, pero no era capaz de creerlo con eficacia mientras fue joven– para luchar contra ellos una última batalla, que por inútil que pueda resultar, es un deber ineludible –y un modo de olvidar lo más triste de su edad–. Quizá la seriedad de este combate final sea tan grande que esta vez el mal retroceda a ojos vista. En cualquier caso, la ancianidad pensará haberse justificado así, haber sido radicalmente coherente con lo que toda la vida ha buscado –y ha sabido que buscaba–.

    Una parte, la esencial, de estas guerras de los días finales es la que se desarrolla en el interior de uno mismo: los pensamientos, los deseos, incluso los sentimientos tienen que recibir la enmienda decisiva. Los añadidos ociosos de la vida deben caer; hay que revisar las convicciones, las conclusiones logradas, el amplio campo de los afectos y las amistades; la tensión del tiempo crece y crece y no tiene por qué saber a ninguna clase de desesperación. Esta tensión ya casi máxima es compatible con la paz, pero siempre que las tareas de resumen y de limpieza estén de veras en marcha. Esta zona íntima de la inquietud del corazón es el enfrentamiento con el mal –las malas acciones, las malas intenciones–.

    La segunda parte de la guerra del anciano se dedica no al mal propiamente dicho, sino al sufrimiento y, en concreto, al dolor de los demás. No se puede combatir directamente el mal ajeno, pero cabe luchar con él indirectamente si se ataca el sufrimiento –que no solo es ocasión para el mal moral, sino, muy frecuentemente, consecuencia compleja de este: la maldad de unos hace daño a otros y los hace sufrir–.

    ¿Cuáles son los rasgos del mundo que más nos disgustan, que más me disgustan?

    Precisamente la ignorancia, la superficialidad es una muy seria raíz de la terrible confusión entre el daño, el dolor y la maldad. Hay un inmenso problema pedagógico que debe afrontarse y que puede afrontarse. La realidad dura y persistente de la vida tiende a darle respuesta, pero se encuentra muchas veces paralizada por la feroz corriente de las interpretaciones estúpidas y hasta perversas, que arrastran y seducen a las personas –porque así es como parece que se vive la vida en el grupo social al que se pertenece, y se supone que el grupo está antes en la verdad que ningún individuo–. Recibir la lección de la vida, ese universal y severo y dulce Maestro Exterior de todos nosotros, y a la vez tergiversarla sin apenas conciencia de ello, es la situación terrible de la humanidad y el mayor motivo de lástima. La compasión y la pena se concentran en este espectáculo que hemos conocido íntimamente, que hemos tratado de superar y que, en la medida en que cabe conocer a los demás, tememos que es la enfermedad espiritual más extendida. Tiendo a creer que es también la más peligrosa, o sea, aquella de la que derivan los mayores sufrimientos y los gérmenes de las malas intenciones. Se suele hablar hoy a este respecto de la banalidad del mal, pero la sabiduría que se le ha concedido a la ancianidad es que tal cosa no existe: que hay la banalización del mal, pero jamás la conversión de la maldad en un asunto banal –una maldad banal es una contradicción en los términos–.

    La pedagogía podrá servir, ante todo, para mitigar este desastre que es volverse neciamente casi invulnerable a las enseñanzas –por más duras o por más gozosas que a veces son– de la realidad. Y ello, en todos los niveles: en la universidad, en la segunda enseñanza, en la familia y las amistades. De alguna manera cabe enseñar no el bien –este es un asunto estrictamente personal de cada cual– pero sí algunas condiciones para que sea más asequible. Hay que destruir la idea de que en la vida no hay enigmas ni misterios, sino solo problemas que las técnicas han conseguido ya vencer –o lo conseguirán próximamente–. Hay que hacer evidente que existen modos varios de la verdad y de nuestra estancia en ella. Hay que contar el eco que en nosotros mismos ha tenido la revelación de algún misterio primordial, a ver si resuena el relato en la profundidad de otras almas. Los conceptos de que se sirva para todo esto la filosofía se han de basar en la experiencia real de quien se atreva a emplearlos. Los encontrará en abundancia en las grandes obras literarias que llamamos clásicas, pero se guardará de usarlos mientras no los haya llenado de sentido vivo gracias a lo que haya aprendido de su encuentro individual con la realidad.

    Tal es, querido lector, la altísima empresa a la que procuro entregar mis tiempos de meditación. Algunos de ellos se han expresado en las páginas que ahora abres.

    Vale et vale.

    Dedico esta publicación a la memoria de dos ancianos admirables por muchos motivos y que ya han muerto: Alejandro Nieto y Dalmacio Negro, de cuya amistad he gozado demasiado brevemente.

    El presente escrito es Prólogo a la próxima publicación de Enmienda de la Universidad y Filosofía, en Lambda Editorial.