Autor: Miguel García-Baró

  • La fenomenología radical, a los veinte años de la muerte de Michel Henry

    La fenomenología radical, a los veinte años de la muerte de Michel Henry

    Se han cumplido este curso pasado los veinte años de la muerte del filósofo al que más pude tratar y al que en gran medida conseguí introducir en el mundo de lengua española a través de traducciones, direcciones de tesis y ensayos: Michel Henry. Con todo, continúa este hombre notabilísimo siendo casi nadie en nuestro panorama cultural, no siempre precisamente permeable a lo que ocurre en el orbe de la metafísica más allá de los Pirineos. Pero creo profundamente en los deberes de la gratitud y de la admiración, y hoy callaré la gran cantidad de problemas y controversias que me suscita la obra de Henry, para concentrarme únicamente en lo que ante todo merece reconocimiento y alabanza.

    Sigo siendo vicepresidente de una Société Internationale Michel Henry, cuyo centro son los archivos personales del filósofo, guardados en la Universidad Católica de Lovaina la Nueva. Esta sociedad lleva una vida más lánguida que la revista internacional dedicada a la difusión crítica de la obra de nuestro común maestro. En realidad, ha sido sorprendente que el presidente y uno de los vicepresidentes de esta sociedad seamos grandes admiradores de la persona de Henry y de sectores esenciales de su trabajo, pero al mismo tiempo nos hayamos distanciado más de los resultados de este que la mayor parte de quienes estudian a Henry.

    Por otra parte, mi primer contacto continuado con esta Real Academia –a la que estoy tan agradecido– fue un seminario sobre Postcristianismo que coordinó aquí Olegario González de Cardedal al poco tiempo de la muerte de Henry. Mi papel como ponente consistió en la presentación del conjunto de sus obras sobre la filosofía del cristianismo. Mi tan querido Mariano Álvarez formaba también parte de este grupo y hubo más adelante oportunidad de presentarle otros aspectos del pensamiento de Henry en la Universidad de Salamanca. Más motivos para que no me olvide en este ámbito de mi amigo y maestro. De quien, por cierto, conservo cartas en las que insistía constantemente en que tenía yo que forzar a los sucesivos Decanos de las facultades en que he trabajado en Madrid para que no me hicieran dar un número tan monstruoso de clases. Se trataba de la inocencia de quien no se podía representar con la adecuada justicia cómo ha funcionado en las últimas décadas la universidad española…

    1 La persona

    Comencemos por una semblanza biográfica. La personalidad de Henry era extraordinariamente atractiva. ¿A cuántos hombres habremos conocido que vivan tan solo en el mundo que les ha abierto su propio pensamiento, que ellos saben que es simplemente la vida diaria, solo que bien leída y gustada radicalmente? Henry, precisamente por este rasgo suyo fundamental, era a su modo un poeta, un deportista y un formidable connaisseur de arte –de pintura y de música, en especial–. Cuando la presión de la filosofía lo vencía por un tiempo, escribía novelas. Publicó cuatro, una de las cuales recibió el premio Renaudot –L’amour les yeux fermés–; otra es un relato estilo Simenon: Le cadavre indiscret. Era inútil pasear por Castilla con el matrimonio Henry intentando dar a conocer maravillas arquitectónicas y pictóricas: Michel, sobre todo, aunque también Anne –estudiosa de la novelística postromántica y especialista en Proust–, podían explicar mejor que mi mujer o que yo lo que íbamos viendo. Luego nos regalaban los Henry discos, por ejemplo, con las interpretaciones del pianista que preferían –por cierto, el fascinante Emil Gilels–. Observando en Salamanca a los jóvenes profesores que se habían hecho cargo de la traducción de su complejo libro titulado Encarnación, me susurró: Son ángeles, ¿verdad? Y unos días después, en su única aparición pública en Madrid, me decidí a preguntarle por un tema que directamente no aborda en sus textos: la muerte. Para responderme, tapó lo más que pudo el micrófono con la mano y me contestó tan solo con una célebre frase de Espinosa: Conscii sumus nos aeternos esse. Nadie pudo escucharlo, salvo yo, que moderaba a su lado el diálogo, y no añadió ni una sílaba.

    Solo cabía temerlo en la controversia, porque polemizando no usaba de piedad alguna y sigo encontrando víctimas suyas en cuanto yo lo alabo en Italia o en Francia. Cuando conocí los Coloquios Castelli en Roma, sentí terriblemente su ausencia y que hubiera sido reemplazado por gentes que, en la mayoría de los casos, eran mucho menos estimulantes. La época de Levinas, Henry, Ricoeur y Bruaire en esa escena extraordinaria había pasado.

    Henry no tenía, en cierto sentido, patria chica: nació en Vietnam en 1922, solo diecisiete días antes de que su padre, oficial de la Marina francesa allí destinado, muriera en un accidente de coche. Siete años después, la madre viuda, que era pianista, se trasladó a la metrópolis y se instaló en Lille, donde su padre dirigía el conservatorio de música. El futuro filósofo estudió el bachillerato en el célebre instituto Henri-IV, en la montaña de Santa Genoveva, en París. No ingresó, como es frecuente en esos lycéens, en la École Normale, sino que pasó a la universidad de Lille y, luego, a la que se llamaba todavía por entonces Universidad de París. Esos estudios fueron interrumpidos –y fecundados– porque a los 21 años Henry se integró en la resistencia clandestina en el Jura y recibió misiones muy arriesgadas en el interior de la ciudad de Lyon. Como es lógico, su nombre en clave era Kant –el gran clásico del que tanto diferiría al correr del tiempo–. Una noche entera llevando a cuestas a un amigo moribundo a través del territorio ocupado fue una de las experiencias que más huella dejó en su filosofía posterior, cuyo tema capital es el sentido más hondo posible de la palabra vida y del afecto de fraternidad que corre subterráneamente de persona a persona gracias a la vida una y única en la que todos estamos sostenidos y fundados.

    Antes incluso de acabar la guerra, pasó el examen que sigue hoy llamándose de aggrégation. Sus destinos como profesor de filosofía en el bachillerato fueron Casablanca y Argel, ciudades ambas maravillosamente adaptadas al carácter de Henry y que permitían, además, una concentración poderosa en las tesis sucesivas que escribió sobre Espinosa y Maine de Biran, además del trabajo formidable en la tercera tesis, que es el voluminoso libro La esencia de la manifestación, que he traducido junto con mi mujer hace una docena de años. Una tesis de doctorado con mil páginas, en la que se pasa revista a toda la filosofía clásica moderna y se muestra el flanco más débil de toda ella, para luego presentar una doctrina propia, que bebía, desde luego, de la tradición de Maine de Biran y el espiritualismo francés, y, a mi modo de ver, de Bergson –aunque Henry me negara severamente esta influencia, que quizá fuera más atmosférica que directa, habida cuenta de que los tutores de estos trabajos fueron los mejores profesores franceses de esa época, desde Jean Wahl a Henri Gouhier y Ferdinand Alquié–.

    Tras el período de maduración y de aventura vital varia e intensa que significó el África francesa, en 1953 pasó Henry a ser asistente en la facultad filosófica de Aix-en-Provence. Poco después resolvió vivir siempre alejado del ambiente cargado de París. Desde 1960 fue profesor en la universidad de Montpellier y se dedicó intensamente al desarrollo de su muy personal filosofía, que confrontó, por ejemplo, con un resonante y también muy largo ensayo sobre Marx y con trabajos acerca del fondo filosófico del psicoanálisis. En la última página del segundo volumen de su Marx, la crítica ferviente a Lenin, a Engels y a quienes restringieron ideológicamente por décadas el conocimiento íntegro de la obra marxiana termina con la rotunda frase en que se dice que los únicos pensadores cristianos relevantes del siglo XIX fueron Kierkegaard y el mismo Marx. En cierto modo, aquello era una enorme carga de profundidad contra el marxismo en boga en París, en especial contra el marxismo estructuralista de Althusser.

    Pero el polemista Henry no quería pasar media vida en los estudios de televisión o en la revuelta que llevó directamente a su amigo –pese a las diferencias intelectuales muy grandes– Paul Ricoeur al cubo de la basura de Nanterre. De hecho, en 1992, cuando pude al fin conocerlo personalmente al invitarlo a la mesa filosófica de la capitalidad cultural de Madrid ese año, tuve que presentarle a alguna figura francesa conocida en el mundo entero, que había entrado en la lista de aquella reunión no precisamente por mi voluntad. Y ya que me refiero a esta ocasión, en el hotel Felipe II de El Escorial, recuerdo cómo me conmovió que aquel hombre que no sabía español dedicara muchas horas de la noche previa a mi intervención leyendo mi texto, sobre el que me hizo luego observaciones que, desde luego, importaban a lo esencial de lo que yo había escrito.

    Los Henry no tenían hijos y procuraban llevar una vida de profesores en el hermoso Montpellier que les permitiera recorrer en caminatas de varios días la Provenza. Vivían en el centro de aquella espléndida ciudad, en un apartamento lleno de obras de arte.

    Henry no era apenas conocido fuera de la región, pero empezó a tener algunos alumnos fieles, siempre poco numerosos. En realidad, la resonancia internacional de la filosofía de Henry empezó sobre todo tras su muerte en 2002. Los amigos de entonces casi no podíamos creer la multiplicación repentina de tesis y ensayos que siguió al pequeño congreso en Montpellier con el que rendimos tributo póstumo al filósofo. Aunque ciertamente allí nos reunimos un japonés, un muy activo y profundo filósofo austríaco, otro discípulo belga y un libanés, y un grupo de alumnos franceses directos, además de una profesora portuguesa y yo mismo. La irradiación de lo que allí hicimos creo que fue uno de los factores del interés universal por Henry, al que, desde luego, también contribuyó que sus tres últimos libros estuvieran dedicados a la filosofía del cristianismo. Los tradujimos rápidamente en España y, cuando pensábamos que iban a tener o ninguna o una recepción claramente negativa entre nuestros teólogos, ocurrió más bien al contrario. Recuerdo la sorpresa con que oí una conferencia de un alto cargo doctrinal vaticano alabando profusamente una filosofía que confesaba ser en realidad gnóstica y donde, entre otros detalles nada insignificantes, la trinidad cristiana aparecía carente o casi carente de su tercera persona. Cuando diez años después volvimos a congregarnos en Lovaina la Nueva los discípulos directos, la situación no se parecía ya nada a la que había predominado antes de 2002. En ello había influido decisivamente que Jean-Luc Marion reeditara en la colección Épiméthée, de las Prensas Universitarias de Francia, los primeros tratados de Henry, que luego fueron completados allí mismo con cinco volúmenes de ensayos y conferencias no recogidos en libro.

    2 Niveles del saber

    En la perspectiva de la historia de la filosofía, Henry –relataba alguna visita a la famosa cabaña de Heidegger en los prados de Todtnauberg– representa la culminación de una línea del pensamiento fenomenológico que se apoya en Husserl, Sartre, Merleau-Ponty y Heidegger, segura de llegar más allá que todos ellos. Marion, por cierto, supone haber hecho lo mismo con Henry, cosa que yo dudo muy intensamente.

    Pero a la vez cabe acercarse a las tesis de Henry sin estricta necesidad de entenderlas solo gracias a haber asimilado previamente a tales complejos pensadores.

    Desde el punto de vista técnico, Henry denominó a su propia filosofía fenomenología radical o material. En frase de él mismo, es una aporía que Husserl no podía esquivar el hecho de que su propuesta fuera incapaz de conferir estatuto fenomenológico al último elemento constitutivo de… la fenomenología. Traducido eso en palabras sencillas: Husserl sitúa el trabajo fundamental de toda filosofía posible en la descripción directa, exenta de todo prejuicio teórico (a esto llamaba él con el viejo término escéptico epojé, que literalmente significa abstentio), de la conciencia. Hay que partir, claro, de la conciencia individual, pero para remontarse a lo esencial en ella. No es autobiografía, sino una clase nueva de filosofía transcendental, solo que empleando con extrema austeridad todo concepto que no tenga base directa en la intuición de las vivencias de una conciencia individual real o posible (es el tramo metódico al que llamaba Husserl variación eidética).

    Heidegger, como entre nosotros Ortega –que pretendía ser el miembro español de la escuela fenomenológica–, no admitió que la conciencia fuera el suelo descriptivo radical. Husserl mismo utilizaba la palabra Erlebnis para hablar de los trozos y los momentos de la conciencia. Ortega propuso atinadísimamente traducir esta palabra por vivencia; pero la vida no es exactamente lo mismo que la conciencia. Heidegger no utilizó ni “conciencia” ni “vivencia” ni siquiera una vez en Ser y tiempo, sino la palabra corriente Dasein, el estar ahí (en el mundo) cultivándolo, habitándolo, recorriéndolo y gustándolo. Jaspers contraatacó afirmando que este estar ahí continúa siendo, cuando Heidegger lo describe, la conciencia. Pero ambos amigos –entonces amigos aún–, Heidegger y Jaspers, atendían a que lo decisivo en la descripción del ser humano tampoco deberíamos llamarlo vida, como se hizo en España, sino existencia (Existenz, exsistentia).

    Heidegger es seguro que conocería a Maurice Blondel, por lo menos a través de Max Scheler. Blondel había situado el punto original o focal de la filosofía en la acción, a la que no se llega ni a través de una crisis de angustia casi nihilista que nos haga entender la insignificancia del mundo y de nuestros prójimos –como ocurre en Ser y tiempo–, ni tampoco con un ejercicio audaz de la libertad personal –como sucede en la Philosophie de Jaspers–. Muy lejos de eso, en la acción estamos desde siempre permanentemente embarcados, según la palabra famosa de Pascal, y con ella cortamos cualquier nudo gordiano que se presente a la reflexión posteriormente; solo que nada garantiza que nuestra acción, por espontánea que sea, no vaya en una dirección equivocada –enmendar la cual es la principal tarea de la filosofía de Blondel–. Scheler también había defendido prolijamente en el Anuario de Husserl y en el mismo volumen primero en el que Husserl presentaba sus Ideas para la fenomenología pura y la filosofía fenomenológica, que no era ningún elemento meramente contemplativo la base de la vida humana, contra lo supuesto por Brentano, por Descartes y por el propio Husserl hasta el momento; sino que lo es la estimación positiva o negativa de valores que dan motivo a la acción humana.

    Heidegger se refería básicamente, al describir la mediocre manera de ser del Dasein, al trabajo artesanal –su antimarxismo lo llevó a no tomar en cuenta a estos efectos el trabajo industrial, al revés que hacía en aquel mismo instante histórico Simone Weil–.

    Henry parte, como también su contemporáneo algo mayor, Emmanuel Levinas, de la vida inmediata de todo el mundo. Ambos, los mejores filósofos, en mi opinión, de las últimas décadas del siglo XX, no estaban dispuestos en modo alguno a restar seriedad metafísica, moral o religiosa a cómo vive un pobre hombre dedicado obsesivamente no a pensar ni a escribir, sino a sustentar a su familia, a divertirse, a amar, a llenar de equivocaciones su estancia en la sociedad. La angustia heideggeriana resulta inmensamente burguesa, como casi se atreve el discípulo Levinas a escribir, pasada la Shoá. Es una blasfemia contra la condición humana despreciar la humildad de los actos de todos los días y de todo el mundo. No en un estado de excepción, como decía Heidegger, sino en el mero modo de estar viviendo en el sano sentido común –la expresión es de Rosenzweig– tiene que hallarse, aunque sea recóndita o tácitamente, lo realmente esencial. Quizá la defensa de este punto de arranque no se pueda hacer luego en manera tan popular como sería deseable, pero eso es ya cuestión académica, de interés para quien tiene que salvaguardar lo decisivo de las malas comprensiones –que suelen proceder de los llamados un poco alegremente filósofos–.

    Captar directa, intuitiva, prácticamente el núcleo más hondo de nuestra realidad es ya comprender que hemos sido insertados en la realidad misma, no por nuestra voluntad sino, por decirlo de alguna manera, por nuestro haber sido creados o nacidos. Hay que invertir de nuevo la en su momento muy curativa inversión copernicana que practicó la Crítica de la razón pura: somos seres cuyo fundamento es sencillamente el ser; dependemos muy radicalmente de algo que empieza en nosotros; pero no quiere ya decir esto que haya que saltar a un nuevo realismo, como hoy se dice con cierta superficialidad. Puede ocurrir que lleguemos a sentir –y a gustar y, luego, a pensar– nuestro vínculo de seres finitos con nuestro fundamento. Es exactamente esto lo que quiere decir fenomenología radical. Quizá no accederé en plenitud directa, intuitiva y prácticamente a este fondo o fundamento que parece estar como detrás siempre de mí mismo; pero es posible que sí llegue a acceder a mi inserción en él, como si, habiendo nacido más o menos antiguamente, pudiera cualquiera ahora mismo renacer, revivir aquello básico en lo que –y desde lo que– ya siempre está uno siendo. La reflexión no es el método principal de la filosofía, ni tampoco la trama dialéctica de los conceptos en los que la expresaremos mal que bien. La voluntad de hacer luz sobre el foco último de toda la luz que irradia cada uno de nosotros sobre el resto de la realidad e incluso sobre sí mismo, no es tanto el deseo de descubrir lo nunca visto, sino más bien el de saborear pura y plenamente lo más real de cuanto podamos llamar real. Es la situación rara del ser humano, entre la equivocidad y la univocidad: claro que estamos implantados en la verdad, pero, a la vez, solemos sobrevolarla tanto que ya ni la estimamos ni la obedecemos, aunque no podemos cortar nuestros lazos con ella. Hay que entender que abstenernos de ilusiones e ideas cuya solidez no hayamos comprobado por nosotros mismos será alcanzar un estado de dicha y de sabiduría que nos está aguardando como nuestra auténtica naturaleza, y que ansiamos tenerlo a la vez que nos dedicamos a todo menos a tenerlo. Nos importa muchísimo lo que no nos importa nada, y lo que más queremos apenas lo queremos nunca. Y en el caso más interesante: lo que solo nuestra propia vida nos da, parece que tenemos que aprenderlo en las palabras de otros, cuando las meras palabras no pueden reemplazar a lo que hace la vida misma. Hay que leer –quizá a un autor francés que precisamente vitupera las meras palabras– para regresar a la carne de la vida, de la que nunca nos hemos podido ausentar. Como escribe irónico Henry, “aquello de lo que no podemos acordarnos es precisamente lo que no podemos olvidar”. De hecho, cuando exclamaba, como no era infrecuente, que el uso más típico de las palabras es la mentira, le replicábamos que le estábamos muy agradecidos por haber escrito tanto e incluso por hablarnos un poco a veces. Él sonreía ligeramente incomodado y, como es lógico, se callaba por un largo espacio de tiempo.

    Por cierto que se fatigaba con la redacción de sus hermosos textos. Tenía que leerlos en voz alta, al caer la tarde, para que la sonoridad los revelara más completamente verdaderos. Y tienen una sonoridad bien peculiar –como la de Gilels, cabría decir; nada semejante a la de Levinas, originalmente lituano de habla rusa, que escribía en levinasiano–.

    La fenomenología solo será radical si consigue que el aparecer de cuanto aparece también, aunque a su modo único, aparezca. Y para la comprensión de lo que significa tal cosa es excelente la lectura de este fragmento de Henry: “Consideremos a un estudiante de biología que está leyendo un libro sobre el código genético. Su lectura es la repetición, por un acto de conciencia propia, de los procesos complejos de conceptualización y teorización contenidos en el libro, o sea, significados por los rasgos impresos. Pero mientras lee, y para que la lectura le sea posible, vuelve las páginas del libro con sus manos, mueve los ojos para recorrer con la mirada e ir recogiendo en ella una tras otra las líneas del texto. Cuando se fatigue por su esfuerzo intelectual, se levantará, saldrá de la biblioteca, bajará la escalera para ir a la cafetería y descansará un rato en ella, comerá y beberá. El saber contenido en la obra de biología y que el estudiante ha asimilado en el curso de su lectura, es el saber científico. La lectura misma de ese libro es la actualización de cierto saber de la conciencia: la intuición de las palabras, el captar las significaciones que portan… El saber que ha hecho posible el movimiento de las manos y los ojos, el acto de levantarse, bajar la escalera, beber y comer, el descanso mismo, es el saber de la vida.” Tres niveles de saber: el de la ciencia, el de la conciencia, el de la vida. Los tres son verdaderos; solo que sin el saber primordial de la vida no cabe que haya el saber de la conciencia, y sin este no hay manera de subir a ciencia alguna. En cambio, ¿qué es exactamente y de dónde procede y quién enseña el saber de la vida?

    Antes de intentar ninguna respuesta a esta pregunta tan sencilla y directa como difícil de contestar, observaremos que una fuente decisiva de ilusión consiste en invertir esta escala jerarquizada de los saberes, o sea, en decidirnos a pensar que solo la ciencia dice la verdad, de modo que es desde ella como hay que comprenderlo todo, incluidas la conciencia y la vida en los sentidos del texto de Henry. O bien, algo más sutilmente, será también una fuente de errores declarar que el saber de la conciencia es el primero en sí. Nos equivocamos fatalmente ignorando la variedad de los saberes, pero también ordenándolos indebidamente o concediendo a uno lo que solo es propio de algún otro. La paráfrasis de un pasaje impactante, leído una vez en Félix le Dantec, representa muy bien lo más importante de lo que se quiere decir con esto: “Sigo estando –decía el ilustre científico– bajo la influencia de mi educación cristiana, pero mi cabeza sostiene absolutamente que no hay ninguna pregunta que tenga sentido más que si cabe diseñar un experimento en un laboratorio con el que se pueda responder a ella”. Los enigmas de la vida, de la comunicación intersubjetiva y de las artes, y los misterios de la libertad, la culpa, el amor, la desdicha, el perdón desaparecen; pero porque ya antes ha desaparecido lo que Henry llamaba el saber de la vida.

    3 La carne y el espíritu

    Cuando me vuelvo a este para intentar expresarlo, enseguida me viene a las mientes el cuerpo, mi cuerpo. Pero aquí también hay que establecer diferencias de máxima importancia. Una cosa es mi cuerpo como objeto de, por ejemplo, las acciones del cirujano sobre él, y otra este órgano, mejor dicho, este conjunto de órganos, de instrumentos con los que toco, veo, oigo, palpo y huelo el mundo. Si llamo a este segundo nivel de la corporalidad cuerpo orgánico o Leib, aún me falta un nivel tercero, previo, como más en lo hondo, que Henry y otros prefieren llamar chair, prevaliéndose de que a esta palabra no la afecta la anfibología del español carne. La carne, en el sentido francés, no es un órgano determinado, sino el sentir como por dentro cualquiera de nuestros órganos y saber y, normalmente, poder moverlos. El ojo sabe ver, pero la carne sabe sentir la visión y ponerla a funcionar. Tiene una efectividad parecida a la de aquello que los antiguos, sobre todo Aristóteles, llamaban koinè aísthesis, sensus communis, que no es nuestro sentido común de ahora, sino el coordinar los órganos del cuerpo y referir las noticias del uno a las del otro y, además, sentir el estado de carencia o bienestar en que parece resumirse todo eso que notamos por aquí y por allá en nuestro cuerpo orgánico.

    Esta carne, como algunos discípulos algo díscolos de Henry le sugerían, se parece muchísimo al espíritu, y de hecho Henry en general hablaba de ella como de la vida misma, no diversificada todavía ni siquiera en carne y espíritu, sino simple impulso avanzando pero, y esto es esencial, sintiéndose a sí mismo. En esta acepción, de la vida es de lo que justamente no habla el tratado de biología que seguirá estudiando el alumno del ejemplo, porque aquí la palabra quiere decir revelación inmediata a sí misma, sin que interfiera en esta auto-afección, en este abrazo pático consigo misma, ninguna distancia, ni espacial, ni temporal, ni conceptual. La vida no es un objeto intencional, ni el acto intencional de un sujeto, sino puro sentirse y saberse directo. No es esto únicamente, pero esto es lo primero.

    Husserl y, más aún, su maestro, Brentano, habían admitido que la característica esencial de un acto psíquico era, justamente, ser una vivencia intencional, o sea, tener un objeto diferente de ella misma; y este esquema de la referencia intencional o distancia intencional lo usó Husserl incluso cuando habló del punto fontanal de la subjetividad que es el presente vivo, la que denominó archiimpresión de ahora, siguiendo la terminología de Hume. El ahora retiene intencionalmente lo recién pasado, y solo por eso lo que sentimos es pasar el tiempo, no una abrupta serie entrecortada de presentes. Henry, en cambio, sostiene con toda justicia que el saber de la vida no tiene un objeto, que su esencia no es relacionarse intencionalmente con un objeto. Escribe: “Si el saber incluido en el mover las manos y que hace posible que las movamos tuviera un objeto –que serían las manos y su desplazamiento potencial–, jamás se produciría el movimiento de estas. El saber se quedaría ante ese movimiento como ante algo objetivo, separado para siempre de él por la distancia de la objetividad, que le sería imposible recorrer. Por el contrario, la capacidad de unirse al poder de las manos e identificarse con él, de ser lo que este es y de hacer lo que este hace, la posee únicamente un saber que se confunde efectivamente con tal poder, que no es sino la experiencia que este poder hace constantemente de sí mismo, lo cual es su subjetividad radical.” Transcribo también la formidable frase siguiente, que refleja a las mil maravillas el especial francés del artista singular que fue Henry. Su expresión desafía ligeramente la comprensión, para la que antes hay que hacer cada uno para sí mismo y por sí mismo esta prueba de en qué consiste mover ahora, como quiera que sea, una mano. Nos damos cuenta de que sabemos, sin duda, moverla como queramos; de que sabemos que estamos en posesión constante del poder de moverla de casi infinitas maneras, y que cuando la movemos de hecho probamos como por dentro, en la invisibilidad subjetiva, que están siendo lo mismo cierto saber, cierto poder y ese movimiento preciso. Los ejemplos más contundentes los obtenemos posiblemente de la práctica deportiva: de la increíble parada de un portero de fútbol, de la precisión asombrosa de quien quiere rematar un balón de cabeza y lo logra. Ese jugador sabe, puede y mueve, todo junto, y sabe en cierta manera acerca de su casi infinito poder de movimiento precisamente en el momento en que pone en ejercicio un remate de cabeza determinado. Si, en cambio, el escorzo que debe dar en el aire fuera para él antes de darlo el objeto de una representación, ¿qué querría decir, justamente, darlo?

    Traduzco, en fin, sin más preámbulos la resonante frase del filósofo, porque ahora nadie podrá interpretarla como un deliquio de poeta o una loca imaginación de alguien que quiere a toda costa, como un gran Narciso, decir algo que nadie haya dicho antes, aunque no signifique nada: “En general, un poder cualquiera solo es posible en la inmanencia absoluta de su subjetividad radical y por ella… Este saber que no ve nada y que consiste, por el contrario, en la subjetividad radical del puro probarse a sí mismo, del pathos de este probarse, es precisamente el saber de la vida.”

    Las consecuencias llegan casi inconcebiblemente lejos. No alterarán ningún resultado de ningún otro saber, pero sí su interpretación, su localización en el mapa justo de lo que la realidad es y de lo que nosotros sabemos de ella.

    Un ejemplo: ese rematador de cabeza mira satisfecho al público que aplaude su gol. Lo ve, pero esto quiere decir que sus ojos, mejor dicho, su poder de ver, el saber de la vida, está ahí funcionando, como detrás del escenario iluminado que es la grada ovacionando. La visión no es, pues, nunca nada más que un ver, porque constantemente se está autoafectando, probándose a sí misma, sintiéndose por dentro en su capacidad y en su actualización. Esto quiere decir propiamente que la visión es un modo de la sensibilidad, completamente distinto de la que podríamos llamar caprichosamente la visión que tiene la cámara que está rodando la misma escena. Por esto el mundo “no es un mero espectáculo que se ofrece a una mirada vacía, sino que es un mundo sensible, un mundo de la vida. Y también es por esto por lo que el mundo de la ciencia, que deja fuera de juego la sensibilidad, es necesariamente una abstracción respecto de este mundo primitivo.”

    He tenido la buena fortuna de poner en contacto con Unamuno a algún pensador francés actual, que lo integra ahora en su propia obra. Ha sido el caso de Emmanuel Falque, al que contagié de unamunismo en un paseo por Caleruega. Henry tenía una noción imprecisa de Ortega, pero desconocía, por todo lo que yo sé, a Unamuno. Al saber de la vida, a esta indudable realidad que está como en la fuente de cuanto somos cada uno, ya antes lo identifiqué no solo con la carne, sino también con el espíritu. Se trata, en definitiva, del agua de los abismos de cierto extraordinario poema de Unamuno, o sea, del sentirse el hondón o los posos del alma, que no piden luz sino agua. Me propongo –una sobra de audacia, estando entre nosotros Pedro Cerezo– recuperar aquí mismo otro año ciertos aspectos del pensamiento de Unamuno que representan, a mi modo de ver, otras tantas cumbres de la metafísica hecha en España y no siempre valorada como merece entre nosotros.

    La palabra espíritu no está aquí demasiado paradójicamente hermanada con la palabra carne, sobre todo evocando el comienzo de uno de los más claros libros de cierto apócrifo kierkegaardiano, titulado La enfermedad mortal, que empieza con una definición de Aan, el espíritu,1 que se puede relacionar con lo que llevo dicho del saber de la vida, y, efectivamente, Henry llevó a cabo tal relación. A través de Unamuno se entenderá, si añado además una característica fundamental recogida por Henry. Y es que la vida es crecimiento, autotransformación continua, en la que echa raíces la cultura. Y lo es porque también consiste en necesidad y, consiguientemente, en recursos para la satisfacción de necesidades que aumentan y se transforman a medida que se van satisfaciendo. El hondón del alma puede quedar mortalmente quieto muchas veces, pero en realidad esto es más bien apariencia, porque hay siempre una última inquietud del corazón –permítaseme pasar al vocabulario de san Agustín un momento– agitándose quizá casi insensiblemente. Henry emplea con frecuencia el término fondo del alma, proveniente de Eckhart y, sobre todo, de Tauler.

    En la filosofía de Ser y tiempo se decía que hay un encontrarnos de índole afectiva que viene a ser como un bajo continuo de nuestra vida cotidiana. Heidegger suponía que lo que él llamaba el cómo nos encontramos fundamental (Grundbefindlichkeit) es la angustia ante nuestro estar arrojados en una situación del todo contingente, fáctica, donde las posibilidades para nuestra vida nos vienen dictadas de fuera; solo que trabajamos y nos distraemos con tanto vigor que apenas si notamos, como por debajo de todo, nuestra angustia. Henry, mucho más cerca de Bergson y de Nietzsche, incluso de Epicuro, reconoce que la experiencia que la vida íntima hace de sí misma es gozo, disfrute, alegría, aunque caigan sobre este último afecto central tremendas sombras, problemas y desdichas. La intrahistoria unamuniana trataba de captar esta misma presencia, afectiva más que intelectual, de la tradición eterna en el fondo de cada individuo humano.

    Pero este crecimiento desde sí misma de la vida subjetiva no es voluntad de poder sino el juego de las necesidades y las satisfacciones, que no serán solo las que llamaba Epicuro el grito de la carne –no tener hambre ni sed y no pasar frío–, sino que alcanzarán luego, partiendo del trabajo, niveles como la ciencia, el arte, la religión. Ahora no corresponde exponer su génesis, cuando solo consideramos los principios de la fenomenología radical pero no su sistemática madura –que ni siquiera pudo desarrollar ampliamente el propio Henry–.

    4 Los principios de la ética y la religión

    Pero a la vida en el fondo, en el centro, en la fuente de mí mismo, como eso absoluto que no puedo negar, que no puedo fingir que es nada o sueño, le ocurre algo decisivo: está siendo en mí constantemente recibida. Yo no la controlo y, desde luego, no la creo, sino que, en todo caso, me debo ver a mí mismo como algo surgido en ella y de ella, a modo de un efecto. La vida es mía porque yo la vivo, pero adviene a mí, viene sobre mí, como desde un origen desconocido. Vuelvo aquí a emplear un verbo que no tuvo más remedio que aparecer ya antes: yo más bien sufro la vida, por más que sea ella en sí misma primordialmente gozo y acrecentamiento constante de sí. Se ajusta a la situación mejor de lo que puede de momento dar la impresión aquella palabra de Dionisio Areopagita, rebajado luego a Pseudodionisio por el rigor de la ciencia, que conocemos sobre todo en su versión latina: divina pati.

    En el mismo punto, y pese a que su interpretación global difiera, Levinas habló con toda la razón de que es como si se hubiera establecido entre la vida y yo un contrato que no puedo rescindir y que tampoco firmé. La vida me invade estando yo, por así decir, no en nominativo respecto de ella, sino en acusativo, como su blanco. Me clava a ella y me clava a mí mismo. Exageremos, para dar paso a un elemento nuevo, de extraordinaria importancia para Henry: la alegre vida me aplasta contra ella, me obliga a vivirla traiga el matiz afectivo que traiga. Porque sobre su gozo de sí es evidente que aporta toda clase de acontecimientos, golpes de suerte y de desgracia, que me muestran a mis propios ojos muy poco libre. Me suministra el material y parte de su forma, para que aproveche yo, con algún margen de libertad y bastante riesgo de error, esa materia para formas nuevas y más mías que exclusivamente suyas.

    En este sentido, mi vida trae una nota de angustia, que otra vez evoca a Unamuno gritando en el brocal del pozo de los dominicos, en San Esteban, que no le arrebatara nada ni nadie su yo, pero escribiendo después sobre el agobio de no poder salir de un recinto tan estrecho, de no poder ser también a veces otro, el otro.

    Este factor descriptivo, que, desde luego, es indudable por lo menos en lo esencial, es el que permite a Henry desplegar uno de los momentos más audaces de su filosofía: la vida se da en mí en modo de finitud, aunque, en la última realidad de las cosas, la vida es una sola en todos los vivientes, y, como tal, como previa a los vivientes finitos, es infinita. La vida misma infinita, que viene a ser el Padre de la doctrina trinitaria, no se vive como un destino impuesto, aunque también necesita de un Viviente originario –el Hijo de la doctrina trinitaria– para experimentarse o probarse a sí misma. Este Archiviviente es pura obediencia al Padre, no obediencia más o menos a regañadientes y con la falta tan grande de lucidez sobre todas las cosas como es, por ejemplo, muy a mano, mi propia obediencia a la vida que late en mí. El viviente, el ipse, el sí-mismo es semejante al pliegue de la vida sobre ella misma para sentirse, saberse, serse.

    Zubiri no leyó a Henry, no podía haberlo leído cuando escribió por vez primera acerca de la religación, que es una palabra que también usa Henry muchas veces cuando emplea junto a ella el término religión. Pero hay tramos de las descripciones de Zubiri que casi se encuentran literalmente en Henry, puesto que llama este religión a cómo se comprende, normalmente en modo tácito, el vínculo interior que une a cada viviente a la vida; una comprensión que más bien es siempre una serie de prácticas, que constituyen el cuerpo de lo moral. La ética, en tanto que saber normativo, ordena a este material de prácticas íntimas respecto de la vida en cada viviente que se entregue sin angustia, sin resentimiento, sin odio a la crecida que la vida misma es y quiere ser, sin mentiras ni ilusiones, en el fondo de nosotros mismos. Porque, en efecto, la fatiga de seguir viviendo y de tener que acoger lo que la vida nos manda está en el origen de un movimiento pendular que describió ya Heráclito, cuando decía que la satisfacción debería más bien llamarse satisfacción-hartura y la alegría, alegría-pena. La felicidad se harta de sí misma, casi igual que la infelicidad se harta de sí misma. Los vivientes llegamos a la idea –falsa, desde luego, en la perspectiva de Henry– de que somos ya a partir de cierto momento dueños reales y únicos de nuestra vida, seres hiperbólicamente libres. Si combinamos esta concepción eficaz de nosotros mismos con la hartura de los inmensos logros que la cultura nos ha ido obteniendo, el resultado es una rebelión contra la vida, que en el fondo no puede dejar de ser, sea como quiera que nos la representemos, sino una rebelión de la vida contra ella misma. Ahí sitúa Henry el origen del mal, del mal auténtico, que no es otro que el que tradicionalmente se llama mal moral. Solemos –y yo sigo haciéndolo, pese a mi maestro– situar el mal moral en la violencia que lanzamos contra otra persona, pero Henry enseña que esta perversidad se basa en algún nivel de hartazgo íntimo de la vida.

    Ortega nos acostumbró a pensar que la realidad radical es mi vida, pero que mi vida soy yo y mi circunstancia. Henry está mucho más cerca de las sutiles, bellísimas descripciones de Maine de Biran, para quien las circunstancias orteguianas e incluso el yo están a un nivel muy inferior en radicalidad que la vida misma. Biran distinguía en el comienzo la fuerza original, el esfuerzo original que termina por llamarse voluntad mía, y aquello contra lo que choca. Hay una instancia intermedia entre mi esfuerzo, o sea, mi vida como carne mía, y lo continuo definitivamente resistente, y es mi cuerpo como conjunto de órganos; porque mi cuerpo obedece a mi esfuerzo y hasta forja instrumentos que casi los vuelve cuerpo mío, para ampliar el terreno que elabora mi ímpetu, pero hay que contar siempre con eso algo, no egoico, no mío, que resiste por completo y que es continuo. Henry pone el acento en que eso continuo es, como leímos antes, mundo de la vida, casi igual que lo que es la circunstancia en Ortega. Del choque y sus modos brotan, dice Biran, las categorías del entendimiento, no solo de la subjetividad transcendental, como supuso el idealismo alemán.

    Pero lo característico de Henry es afirmar que, a consecuencia de cuanto llevamos analizado, hablar de mi carne como si fuera aisladamente solo mía es ya cometer un error, puesto que venir a ella no es algo que haya yo hecho. Igual que la vida es una sola, en el fondo, en todos los vivientes, y cada viviente un a modo de experimento de la vida con sus posibilidades infinitas, también la carne del ser humano es más bien una y la misma en todos. Evidentemente, aquí se trata de una analogía mucho más lejana de la identificación que cuando hablo de la vida y de mi vida y de la del prójimo. Al ser la unión que tengo conmigo mismo la obra de la vida infinita, quizá más bien del Viviente primordial, cabe la extrema audacia teológica de escribir que esa unión está mediada por el Hijo, por el Cristo. En mí y en cada cual. Y en este sentido, toda herida que se inflige a otro es una herida en la carne de Cristo.

    Henry no parte del cristianismo, pero, educado en su atmósfera y en las exigencias de la existencia del partisano, y luego en la tensión espiritual extraordinaria que supone siempre asimilar toda la historia de la filosofía hasta saber qué es la verdad que puede uno por sí mismo aceptar con toda la capacidad de responsabilidad que le cabe, pensó en los últimos años de su labor que los textos del Nuevo Testamento, y en especial, el evangelio de Juan, contenían la verdad que solo ahora exponía su fenomenología radical. Vivió el mismo acontecimiento de sorpresa y teología que Maine de Biran y que Fichte en sus respectivas edades últimas. La coincidencia no está solo en esta arriesgada y bellísima comprensión de la fraternidad humana y de la condición mística del fondo de nuestras vidas, sino mucho antes incluso. Antes también de la exigencia que Cristo hizo a Nicodemo: que renaciera, o sea, que viviera como cosa al fin nueva, a la vez que la más antigua, su expresa religatio con la vida absoluta. Lo que el evangelio de Juan supone constantemente es que lo real es invisible, es puramente vida íntima. Supone que la verdad es ante todo la carne y no las palabras: los actos vistos de por dentro y no sus expresiones por de fuera.

    De ahí que el arte suprema consista, como la fenomenología radical, en mostrar –pero como por dentro, no en el mundo– lo invisible. Henry apreciaba en este sentido, por encima del resto de los artistas plásticos, a Kandinsky, incluso en su teoría de la pintura. Ver lo invisible y respetar su inmenso peso metafísico, moral, artístico y religioso es lo decisivo del momento creador en la cultura actual, la única defensa contra la inundación de la barbarie, que ni siquiera ve de veras lo visible.

    NOTAS
    1 El espíritu es ahí una relación que se relaciona consigo misma y que ha sido puesta, establecida, por algo o alguien otro.

    Ponencia en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, correspondiente a la sesión del día 12 de diciembre de 2023, recogida en las págs. 117-131 de los Anales de la RACMYP [PDF del volumen].

  • Todavía hay tardes luminosas

    Todavía hay tardes luminosas

    A estas alturas ya saben todos los lectores los datos básicos de la biografía de León XIV, este norteamericano de nacionalidad peruana, de la orden agustina y nada alineado con los aires de lo que llaman democracia iliberal y que parece triunfar –puede ser una coyuntura que no dure tanto como tememos– a ambos lados del Atlántico.

    Yo escribo un momento después de haber oído la primera alocución del papa desde el balcón de San Pedro: emoción, lágrimas discretas, un cierto gesto de vértigo al estar ante un abismo de problemas, una serie de recuerdos importantes. Ante todo, el nombre escogido anuncia la profundización en los temas de justicia social y orden político, hacia el exterior pero también hacia el interior de la Iglesia católica. Luego ha habido la referencia a la gestión sinodal, que cada vez deberá más y más ser puesta en práctica, en lo que se refiere a la administración y el poder en la Iglesia. Naturalmente, esto va de la mano de las menciones al papa Francisco. En el trasfondo está el compromiso sin reservas de León XIV para combatir no ya solo los abusos sexuales sino también los de conciencia, como se ha demostrado bien recientemente en el conflicto del Sodalicio de Vida Cristiana, que ha acabado con la disolución de este grupo el mes pasado. Es este un ámbito muy delicado pero que está clamando por que se lo afronte.

    El ademán humilde y tímido del papa contrasta con la firmeza de la voz que saluda al pueblo con el saludo del Cristo resucitado y reza con él un Avemaría y lo bendice. Paz, unidad, amor, acogida a todos son las palabras que han aparecido y reaparecido constantemente en la breve alocución. Las anotaciones dejaban el lugar a esta especie de letanía, que ha seguido en español recordando a las gentes de Chiclayo, la ciudad cercana al Pacífico, en el norte del Perú, donde más ha trabajado el papa. Hay ocasiones en las que una excesiva habilidad con las palabras inspira desconfianza, pero este no ha sido en absoluto el caso.

    Finalmente ha comparecido en el discurso san Agustín, el gran teólogo de la interioridad y de la presencia de Dios más íntimo que lo más íntimo de cada ser humano. Todo esto es para mí señal de esperanza, y la esperanza pide ser compartida y no está dispuesta a sucumbir ante las primeras pruebas. Un matemático, especialista en Derecho Canónico –materia que espera desarrollos urgentes–, identificado con las gentes con las que su trabajo de misionero lo ha puesto en contacto: evoca la personalidad de Pablo VI, me atrevo a sentir, solo que adecuado a este tiempo ya tan distinto.

    No se debe olvidar, ahora que hemos tenido que leer tantas valoraciones únicamente políticas del pontificado de Francisco que lo esencial de un papa simplemente coincide con lo que es esencial para cualquier bautizado: el seguimiento radical, valiente e inteligente de Cristo. Una vida que se asemeje a los rasgos extraordinarios de Jesús de Nazaret mientras anduvo por esta tierra y que se entregue a la esperanza absoluta de que ya ahora la resurrección de Cristo tiene transformada la raíz de la naturaleza entera y de la historia, por más que apenas sepamos ninguno ver a nuestro alrededor tal maravilla. Un cristiano, incluso si lo eligen papa, no tiene necesidad de hablar y escribir sino las palabras evangélicas. Doctrina la hay abundante, pero no hay en cambio tanta práctica de ella. Los símbolos y los gestos importan –en esto el éxito real de Francisco no se puede poner en duda–, pero no tocan siempre el fondo de la vida y de la realidad. Se espera del papa que viaje, que escriba, que predique continuamente. Tendrá que satisfacer en alguna medida prudente estas expectativas, pero la gran cuestión no va por esa ruta.

    La Iglesia católica no tiene hoy la impresionante influencia social que aún tenía en el pontificado de León XIII, pero carga con la responsabilidad de purificarse –semper reformanda est– y de transmitir creíblemente al presente y al futuro su tesoro de amor y, muy en especial, de esperanza. Tiene que estar en la avanzadilla de cuanto es justo; tiene que fomentar el uso de la razón y el resto de las espléndidas capacidades de los seres humanos; tiene que confiar en que no es tan grave verse reducida a una minoría que se parezca a la levadura en la masa. Tiene poco sentido clasificar a un papa como continuista. Una cosa así sería un imposible.

    La prudencia, la experiencia y la oración tendrán que ayudar al papa a evitar que las disensiones tomen el vuelo de un cisma; pero acoger realmente a todos es un programa tan cristiano como audaz. Yo espero que, por el momento, aunque sea esto más bien, justamente, un símbolo, las mujeres y los laicos de todas las proveniencias llenen los puestos de responsabilidad en el organigrama eclesiástico.

    La marginación de las mujeres es, sin duda, uno de los factores que obstaculizan que se pueda realizar la misión de la Iglesia; pero esa no es la única marginación, como todos sabemos. Empecemos pensando modestamente en que se den pasos claros y rápidos para la unidad de las iglesias de Cristo.

    Finalmente, no se olvide que una grandísima parte de lo que debe hacerse nos toca a todos, cristianos y no cristianos, cuando el tiempo invita –tienta– a retirarse de la acción.

    Publicado en la Tribuna del diario La Razón del 12 de mayo de 2025.

  • El cristianismo agonístico de Francisco y la crisis de los abusos

    El cristianismo agonístico de Francisco y la crisis de los abusos

    Ante todo, creo muy adecuado, incluso necesario, transcribir dos expresiones clave de la pluma de Francisco: La fe siempre conserva un aspecto de cruz (Evangelii Gaudium, 42) y Basta un hombre bueno para que haya esperanza (Laudato si’, 71).

    No se encuentran en los textos y alocuciones de Francisco novedades doctrinales y avances teórico-teológicos. La novedad de este pontificado es el impulso decidido y constante –solo se le podría reprochar que no haya sido aún más radical y más rápido, porque las cosas urgen– a poner en práctica ejemplarmente las consecuencias cotidianas de la verdad evangélica. Lo que ha habido en Francisco es la encarnación del hecho de que el obispo de Roma es el siervo de los siervos de Cristo –lo que no cabe sino actualizando con absoluta radicalidad las actitudes esenciales de Cristo: acciones, afectos, signos–. En el terreno práctico es donde de veras se debe llevar a cabo la actividad positiva, propositiva y profética del pontífice romano, y es ahí donde descuella el modo de gobierno de Francisco. No se ama a Dios sino a través del amor de las realidades creadas y, fundamentalmente, a través del amor a las personas. No solo hay que amar al enemigo sino que no hay que responder al mal con ninguno de sus instrumentos.

    Justamente éste es el punto de máximo peso en el pontificado de Francisco y el que le ha valido ataques de una ferocidad que contradice ya de entrada al Espíritu del amor divino.

    Nuestro presente es tan espantosamente ambiguo y está tan sumergido en el pecado individual y el mal estructural, que dos de los aspectos más visibles de la acción de Francisco –vinculados, por cierto, entre sí– han llegado a ser la lucha contra los casos de abuso dentro del ámbito de la Iglesia y la promoción de la sinodalidad como estructura básica de la gerencia del poder en ella. El papa ha reconocido con plena claridad que la crisis suscitada por los abusos va de la mano de un sistema de ejercicio del peculiar poder eclesiástico que no previene suficientemente por sí solo contra las perversiones.

    En el combate contra los abusos se empezó por el abuso sexual localizado en menores y en personas llamadas vulnerables. Así aún en la revisión del documento básico, Vos estis lux mundi, en 2023. Pero ya en su inicio reconoce muy discretamente esta carta que el abuso se extiende con terrible peligro a la conciencia y a la desviada dirección espiritual. Ha sido más difícil que haya penetrado lo bastante en la Iglesia la evidencia de que hay también abuso sexual a adultos que no caben en la noción de vulnerabilidad que se ha venido manejando. Lentamente entramos ahora en la realidad de cómo la seducción puede formularse con la distinción entre ceder y consentir, porque el consentimiento es precisamente lo que está impedido por el proceso de seducción. Del combate imprescindible contra el abuso físico se va pasando a intensificar el combate contra el abuso espiritual, sin por ello minimizar los estragos del abuso sexual. El compromiso decidido, claro y efectivo de Francisco en este terreno tiene que redundar en la toma de conciencia de la sociedad entera respecto de la espantosa abundancia de los abusos intrafamiliares de todo tipo. Es, naturalmente, un terreno de límites muchísimo más imprecisos y difíciles de definir que el de los abusos sexuales. La Iglesia cristiana tiene el deber absoluto y urgentísimo de mantener el rigor de lo que habitualmente llamamos tolerancia cero, porque es en la actualidad una parte esencial de la renovación de la gran esperanza cristiana en la liberación y la promoción integral de lo humano.

    Que la confrontación con esta plaga no ha quedado en declaraciones emotivas y actos simbólicos aislados lo prueba la orden papal directa de abrir oficinas dedicadas a acoger denuncias en todas las diócesis del mundo. Ha habido enseguida, por ejemplo, en Madrid, un modo original y radicalmente cristiano de obedecer: convertir ese espacio en ámbito de acogida a las víctimas, de escucha y reparación psicológica y asesoramiento jurídico, y de formación dirigida a toda la sociedad. Y ello sin excluir la acogida a las víctimas llamadas secundarias y a los mismos abusadores, si dan el paso –muy raramente lo dan– de pedir ayuda. Estos espacios de vida cristiana herida y de cuidado interpersonal me consta –coordino el que hay desde hace cinco años en Madrid– que han estado muy cerca del corazón de Francisco. Deberán crecer mucho más por todos los rincones de la cristiandad, porque la crisis es uno de los signos de este tiempo y su lectura teológica es este tipo de acción.

    Ya señalé la dificultad de que los tiempos para realizar tales cambios vayan en la realidad acordes con lo que es el ideal; pero soy testigo de la profunda seriedad con la que la inspiración del papa mueve esta reacción. Siempre vemos tibiezas, retrasos, casos mal resueltos, disimulos, gentes que parecen estar al lado de lo que intentamos pero en realidad no lo están. Francisco ha planteado sin reservas este movimiento de cristianismo real, agónico y lleno de caridad auténtica, y no depende ya de él –ni dependió nunca solo de su impulso– que llegue hasta los confines más oscuros de la complejidad de la Iglesia. El papa que acaba de morir ha dado pasos que nadie se atreverá a borrar.

    Publicado en Agenda Pública el 24 de abril de 2025

  • Dispositivos digitales y educación: un debate que no debería ser político

    Dispositivos digitales y educación: un debate que no debería ser político

    Para asuntos muy complicados y de gran importancia no están indicadas las normas tajantes, sobre todo si estas normas son prohibiciones que no llevan adjunta una fundamentación suficiente. Tal es el principio general en el que primero pensaremos. En un segundo momento, dejando a un lado si hay motivaciones políticas partidistas –ya hablar de motivaciones políticas en nuestro enrarecido ambiente es ponerse en lo peor–, claro está que defenderemos las gentes sensatas que haya una familiaridad temprana con las nuevas tecnologías y, al mismo tiempo, que esto no signifique un monopolio del uso de ellas en la educación, sobre todo en lo que se refiere a las edades más tiernas y en las que toda influencia deja una huella muy profunda.

    Leer y escribir son actividades diferentes cuando se usa una máquina y cuando se usan papel y lápiz. No tiene lo primero que ser necesariamente perjudicial, salvo que lo segundo simplemente se haya suprimido. El cuerpo e incluso la mente no operan en estos casos de la misma manera. En la experiencia de lectores maduros, es muy claro que un libro permite una reflexión, un volver atrás, un saltar lo superfluo que son mucho más embarazosos cuando lo que se maneja es un e-libro (e-book, mejor dicho…). Tener una letra no ya hermosa sino sencillamente legible supone un esfuerzo de cabeza, brazo e incluso del cuerpo entero que, además de las ventajas estéticas de lo bien manuscrito, rinde una suerte de armonía global de la persona que recuerda a la que siente quien está tocando un instrumento musical.

    Insistir en que nadie debe ahora salir de la escuela sin haber tenido contacto con un recurso digital es una pérdida de tiempo. Pero resulta difícil sostener que el uso indiscriminado y prolongado de dispositivos electrónicos favorezca el desarrollo neuropsicológico y socioemocional en los niños; y cuanto más pequeños son, más claro podrá ser el perjuicio a muchos niveles. En los términos precisos de una amiga especialista: desde el punto de vista de la Neuropsicología, parece ser que las aplicaciones que se utilizan en los dispositivos móviles están diseñadas para generar cierta adicción, por el sistema de recompensa inmediata que ofrecen, y así interfieren en la maduración del córtex prefrontal, si el uso de estos aparatos es masivo. Esto impedirá que el niño aprenda a esperar y a controlar sus impulsos, aprenda a analizar antes de responder. Las consecuencias para el aprendizaje y la conducta están claras: impulsividad, dificultad para manejar la ansiedad cuando no hay un dispositivo a mano, menor uso de la memoria auditiva y dificultades de atención y concentración en ausencia de una retroalimentación constante.

    El mundo que forma parte de mi vida es sensible, corporal, lleno de cualidades que imitan los artilugios de la llamada realidad virtual. El paso a la intimidad personal se lleva a cabo a través del cuerpo y, en especial, de sus placeres y de sus dolores y carencias.

    En fin, si se abre por algún milagro un debate no político sobre esta cuestión, habrá que profundizar en el diagnóstico y la cura de los males en general de la educación básica en España.

    La lentitud exagerada del aprendizaje de la lectura y del buen manejo de la comunicación oral pone unos cimientos peor que débiles para el interés que necesita tener un alumno en lo que sucede en el aula. Y ahí no es fácil ver las ventajas que los dispositivos digitales aportan. No aburrir a los niños no significa no enseñarles a activar su memoria. Un colega fue llevado ante la dirección de su centro porque su curso estaba escandalizado: ¡aquel profesor les hablaba! No les mandaba todo el rato juegos a través de la máquina. Una niña de mi pueblo, que, como ocurre tantas veces, aprendió a leer por sí sola a los cuatro años, se hartó y enseñó a leer a sus amigas para que pudieran continuar siéndolo. Un nieto mío de esa edad se duerme, por lo visto, casi a diario en el colegio: le van a enseñar cinco letras en todo el curso, y sigue en la misma aula, con los mismos pocos compañeros y el mismo educador. Un día le preguntaron cuál sería el superpoder que escogería. Respondió que la telequinesia.

    Probemos a que las escaramuzas políticas no metan las garras en este delicado asunto; probemos a equilibrar la memoria, la armonía del cuerpo y el espíritu, la disciplina y la alegría del aprendizaje. Séneca escribió que cada vez que de veras aprendía algo, sentía la necesidad de salir a encontrarse con alguien para comunicárselo. Cara a cara, con el gesto y la palabra, después de haber leído con calma.

    Firmo este breve texto, pero lo debo mucho más a mis amigos que a mi experiencia.

    Publicado en la Tribuna del diario La Razón del 4 de abril de 2025.

  • Urgencia de comunión

    Urgencia de comunión

    La excelente teóloga Cristina Inogés, que ha hecho un papel tan destacado como inusual en el Sínodo reciente, y que lleva años y años de trabajo eclesial, ha reunido e inspirado a veintiún autores –entre ellos, el colectivo Teresa de Cepeda y Ahumada– para presentar Para que tengan vida… todas las víctimas, el libro más completo de que disponemos en español sobre el terrible fenómeno de los abusos en la Iglesia –y fuera de ella–. Un tercio del texto, aproximadamente, no ha sido impreso sino que se lee en la página web de Khaf –este sector de Edelvives que va imponiéndose rápidamente como un punto clave de referencia en la literatura teológica de hoy–.

    Solo echo de menos en este magnífico repertorio tan amplio que no haya escrito en él Inogés más que un breve prólogo. Es, sin embargo, un texto vibrante y clarísimo, en que se habla de que atravesamos –confiemos en ello y en el Espíritu– “uno de los más gélidos inviernos eclesiales”, que obliga a que pidamos sin tregua y sin miedo “transparencia total”, puesto que sigue sin haberla. Encuentro atinadísima la fórmula en la que la teóloga afirma que de esta crisis “solo se sale como comunión”. A estas convicciones corresponde el hecho insólito de que los beneficios económicos que pueda reportar la venta del volumen se destinan íntegros a Repara, el órgano dedicado a la atención de las víctimas y la prevención de los abusos por la archidiócesis de Madrid. Personalmente, como coordinador de este grupo ya desde hace cinco años, o sea, desde que aún no había nacido, me ha emocionado este gesto colectivo. En efecto, Repara necesita aún más ayuda que la que está recibiendo de gentes generosas que entienden lo que describe Inogés tan concentradamente.

    Me gustaría disponer de varias veces el espacio que aquí tengo para analizar tantas contribuciones interesantes. Pido perdón a quienes no vaya a poder mencionar con justicia. Quizá habrá que dedicar atención pormenorizada de algún otro modo, en otra oportunidad, a la riqueza del libro. Ojalá no pase desapercibido, por más que, como a veces me han dicho al tener que hablar yo mismo de estos asuntos, son tan evidentemente desagradables que el lector potencial tendrá siempre que hacer de tripas corazón para pasar adelante.

    Si lo logra, quedará inmediatamente enganchado a la lectura por el fascinante y muy completo texto de Albert Llimós, bien conocido investigador, desde el periodismo en la mejor acepción de esta palabra, de una serie de casos que se remontan a los años 80. Llimós toca un número muy grande de los puntos candentes que se explicitan luego en otros capítulos. Pero creo que la repetición de algunos elementos no cansará a nadie.

    Ana Medina relata sobre todo varias experiencias de acompañamiento de víctimas que orientarán a quien se sienta movido a colaborar en el amplio movimiento de superación de la crisis que se va promoviendo por doquier. María Luisa Berzosa profundiza en las claves de la escucha a víctimas: acoger, acompañar, actuar. Es muy semejante el tema de la profunda aportación conmovedora de Rosa Ruiz, que complementa páginas adelante Fabrizia Raguso. (En los artículos adicionales hay incluso una sorprendente propuesta semilúdica, elaborada y aplicada en Chile, que no dejará de desconcertar y, también, de sugerir vías imprevistas). María Noel Firpo trata el asunto desde la práctica de la psicología, en la que lleva mucho tiempo siendo referente.

    El abuso sexual muestra, principalmente en los casos en que la víctima no es niño o adolescente muy joven, que es el último eslabón de una larga cadena de seducción que empieza en el abuso de poder y de conciencia. Este tema dolorosísimo, como el abuso espiritual estrictamente dicho, es ahora posiblemente lo que resulta más difícil de afrontar y lo que suscita mayores resistencias en quienes inmediatamente piensan, con una increíble superficialidad, que quienes entran en este ámbito solo están contribuyendo a la difamación de la Iglesia. Cristina Sánchez Aguilar ha escrito a este respecto unas páginas muy iluminadoras, que nadie debería pasar por alto. Lo mismo hay que decir de la contribución de Ianire Angulo, uno de cuyos apartados lleva el expresivo título La epidemia silenciosa de los abusos no sexuales. Jens Año Müller insiste en la importancia de mejorar la formación como medio imprescindible para prevenir abusos dentro de las congregaciones religiosas.

    Elena Alonso abre una línea diferente de la problemática en su prudente y muy informada Importancia de la coeducación afectivo-sexual en las aulas.

    El problema esencial de la adecuada imagen –y la adecuada experiencia correspondiente– del Dios cristiano, frente a las espantosas deformaciones que son el núcleo del abuso espiritual –del falso misticismo– lo inicia Rosa Ruiz y lo prolonga el estudio bíblico del pastor Sergio Rosell.

    El Colectivo Teresa de Cepeda y Ahumada afronta otra de estas cuestiones que ha cubierto el silencio hasta ahora mismo: los abusos eclesiales contra las personas LGTBIQ+. Cerca de ello está el segundo de los llamados ensayos adicionales, o sea, de los que no han sido impresos: el que dedica desde la psicología –y desde la experiencia directa– Alma Guadalupe Hernández a la diversidad sexual y la vocación religiosa. Se trata prácticamente de auténticas primicias, en lo que yo sé, dentro de la literatura en español. Es casi necio subrayar la falta que hacen introducciones de este tipo a un tema que requiere ser meditado a fondo.

    José Luis Pinilla y Jennifer Gómez se refieren a cómo las migraciones inciden en la vulnerabilidad. Mucho sobre esto conoce Repara cuando recibe casos de abuso intrafamiliar, en especial a través de la colaboración con Cáritas Madrid. Gonzalo Fernández Maíllo estudia como sociólogo la situación española: exclusión social, pobreza, trata, abusos de varia índole.

    Xiskya Valladares introduce, como no podía ser menos, en la discusión al mundo digital. Todos somos conscientes del peligro que representa ese ámbito de irresponsabilidad y anonimato, en especial para los más jóvenes.

    Todo esto es en realidad teología actual: un novedoso método para acompañar la oración personal y para incitar a todos a moverse hacia la comunión transformadora que necesitamos con urgencia.

    Es una versión ampliada de la reseña del libro Para que tengan vida… todas las víctimas (Cristina Inogés, coord.; Madrid, Ediciones Khaf, 2024), publicada en la revista Vida Nueva, núm. 3404, p. 40, marzo 2025.

  • La eternidad desciende al tiempo

    La eternidad desciende al tiempo

    1 Un fragmento de ontología

    Hemos perdido en español lo primero que debe saberse acerca del perdón; y ello es que significa don extraordinario, superior, desbordante. No tiene importancia que se discrepe respecto de la etimología exacta, sino que solo se necesita hacer hincapié en que desde que la palabra comenzó a circular, básicamente se la usó en el sentido dicho. Después se disolvió este núcleo del término y no hace mucho que se invierte algún esfuerzo en recuperarlo.

    Sucede esto cuando se reconoce la inmensa importancia que tiene la constelación de actos, estados y acontecimientos que rodean al perdón, empezando, desde luego, por necesitarlo, pedirlo, recibirlo y no poder pedirlo o no recibirlo, y pasando luego a la posibilidad de considerar el perdón como relación entre dos individuos, como posible relación respecto de todo un grupo y como asimismo posible relación con Dios; y además hay el extraordinario fenómeno de la intercesión suplicando el perdón para otro.

    Enseguida se recordará que Vladímir Jankélévitch separó en su magistral trabajo los similiperdones y los cuasiperdones del perdón auténtico, y los clasificó y ejemplarizó con una riqueza admirable. Es sorprendente que un tema de tanta relevancia teológica haya sido explorado tan a fondo por alguien que se califica de agnóstico, cuando me temo que no habían llegado ni a la mitad del recorrido de su investigación legiones de teólogos y filósofos.

    En buena medida, mi contribución aquí debe mucho a la combinación de Jankélévitch con Kierkegaard.

    Pero en el comienzo el perdón es el gesto inicial del don sobreabundante de que haya mundo y, más aún, vida y, en definitiva, mi vida: regalo esencial, solo sobre el cual caben los restantes posibles dones y perdones.

    El asombro respecto de que haya realidad en vez de no haber nada brota del gesto ontológico primordial de dar la realidad inmensa. Es gibt, mejor que Il y a. Lo que nos hace recordar cómo el don más perfecto es aquel tras el cual se oculta por completo el donante, hasta el punto de que quepa siempre interpretar como ser de suyo y no don, por ejemplo, el conjunto de la realidad. Porque si el donante ha impreso con claridad su nombre sobre el regalo que hace, entonces el destinatario se ve compelido a reconocer una deuda respecto del donante aún más grande que el tamaño de lo que ha recibido; y ya por ello mismo el sentido desbordante del per-dón queda obnubilado y transformado a partes iguales en don muy grande y deuda muy pesante y enorme.

    Levinas prolongó esta idea cuando escribió en uno de sus cuadernos de notas estando en cautividad que “el perdón es la estructura misma del ser”. Lo dice porque en esa época consideraba que “el tiempo es el fondo del ser”; y el tiempo es “la posibilidad para lo definitivo… de ser no definitivo, de volver a empezar” –y critica desde esta tesis a Hegel, a Bergson y a Heidegger–.1

    Reunamos estas dos ideas iniciales: la realidad –la podemos concentrar en nuestra vida personal, para mayores concreción y claridad– es el don de dones. Pero es que además la base misma de lo real, que es el tiempo, ofrece, al matar posibilidades, al deshacer identidades empedernidas, al permitir que se inicien series nuevas de realidades, la condición de poder recomenzar. Lo real comenzó y la vida en la esfera del perdón re-comienza. Empezar es surgir como dado, regalado, adonado. De aquí que en Totalidad e infinito escribiera el mismo Levinas que el perdón es “el último acontecimiento del ser”.2 Esta frase tiene connotaciones que el mismo Levinas llama escatológicas, pero no tanto porque se hallen referidas a un quizá mítico fin de la historia, sino porque son primordiales, an-árquicas, y completan la creación del ser humano.

    Levinas piensa primordialmente en eso que llamó el Hay –y que ocupa en su obra el lugar sistemático que la Totalidad en La estrella de la redención, el libro-vida de Franz Rosenzweig– bajo las especies del Tohu-bohu previo a la creación divina que introduce el capítulo primero del Génesis. Es el totum revolutum que se describía mitológicamente como abismo de aguas saladas y dulces en mezcla indiscernible y sin forma alguna de continente –y el Téhom, este abismo de la mitología babilonia, aparece asimismo en esta página del primer libro de Moisés y de la Torá–. Es, pues, un pensamiento que ayuda a pensar al Dios que interviene sobre esa informe infinitud para convertirla en su creación; es un correlato vacío de la realidad suprema e inicial del Dios. Con la creación divina ha desaparecido, así como la Totalidad queda rota porque interviene Dios –o sea, porque desde la eternidad ya ha intervenido siempre Dios–.

    Levinas encarna la divina intervención en el momento intrahistórico, en todo momento histórico, como una posibilidad, como un acercamiento de lo eterno al tiempo indiferente y ajeno a toda cualidad –él mismo, imagen perdurante del Hay, del Caos, del Abismo–. En efecto, no hay momento del tiempo sin cualidad en el que no amenace al ser humano la posibilidad y aun la inminencia de un poder brutal que deshace su casa (su êthos), su moral (su morada). El mero homo bene moratus se considera a sí mismo, tácitamente, tan solo una parte de la Totalidad; pero es en cada momento posible que advenga desde fuera de esta tranquila estancia moral una impugnación que moviliza la calma, la apacible mismidad moral de una persona. Pero justamente entonces se manifiesta la posibilidad de que esa persona sea libre, o sea, que pueda hacer frente a cualquier perversa intrusión de la mayor fuerza de movilización que se pueda pensar. Viene el caso serio y revela la banalidad de la moral y la convierte en bajeza, cobardía, maldad y, en definitiva, despersonalización, desindividuación, subsunción de nuevo en el caos primordial, en el Hay, en la Totalidad; pero lo hace porque en ese mismo instante comparece también, por fugazmente que sea, la posibilidad de permanecer en la absoluta resistencia. Si se obra así o, al menos, si se intenta con todas las fuerzas obrar así, la que antes podía quizá creerse mera morada manifiesta ser como la casa de cimientos firmísimos, a la que la galerna no desbarata. El hombre al que la violencia no arrebata no poseía tan solo una morada social, sino que, posiblemente sin saberlo, ocupaba una morada a salvo de la historia y del tiempo sin cualidad y del Caos y la Violencia.

    La persona que no es arrebatada por la corriente de la historia sufre, desde luego, la violencia de hallarse en principio situada como un ente más en el Todo: si eso es ser, entonces el ser se revela como poder incoercible que desmantela toda provisional mismidad moral. Muestra que no existía tal mismidad sino por relación a la sociedad, y la sociedad jamás es la paz. Pero si cuando alguien realiza los actos que le exige la Violencia del ser pierde así la posibilidad de todo acto de veras personal y se convierte en una más de esas tejas sueltas que vuelan con el viento y pueden matar a un viandante desprevenido –de las que habla Simone Weil–, quien continúa existiendo gracias a que lleva a cabo el acto que rechaza toda movilización violenta no es ya que se amarre al existir, al ser, dando prueba de que este no es solo el horror de la guerra: es que ya estaba en una relación con el ser que era no meramente de costumbres, sino ya ética en la acepción plena de esta palabra. Ya había ahí realmente un Mismo que no estaba identificado más que consigo mismo, es decir, que se había aliado con otro aspecto del ser, más fundamental y primario que la Violencia de la Totalidad; un aspecto que representa el Otro pero, precisamente en berit, en alianza. El Ser es, pues, o bien la única real mismidad que deslíe enseguida toda moral en su gesto de remoción o movilización universal –que se puede experimentar como Guerra–, o bien el Otro respecto del cual existe, es también la personalidad ética, la auténtica mismidad no caótica ni líquida del ser humano singular.

    Es al llegar a esta encrucijada cuando Levinas mismo decide distinguir entre dos caras del ser: la que se hace patente en la situación humana guerra y la que se insinúa, llena de misterio, en la conciencia moral, basada en la certeza de la paz. La conciencia moral precisa de una “relación original y originaria con el ser” (14), o sea, con otra o la otra cara del ser. Es verdad que inmediatamente trata de establecer Levinas la diferencia en términos de ontología de la guerra frente a escatología de la paz mesiánica; pero unas líneas adelante escribe también que “la escatología pone en relación con el ser más allá de la totalidad o la historia… Como si la totalidad objetiva no colmara la verdadera medida del ser” (15)3. Es audaz y quizá contraproducente usar la palabra cara todavía para esto, o sea, para lo infinito, solo que “lo infinito es tan original como la totalidad”.

    El acontecimiento de la resistencia perfecta a la violencia del ser como guerra ha tenido, debido a lo que acaba de afirmar el filósofo, una presencia secreta ya antes, quizá ya siempre, en lo inmemorial o an-árquico, en la alianza creacional. Levinas lo expresa diciendo que lo infinito “se refleja en el interior” de la historia, es decir, de la totalidad, porque el héroe resistente no es, por cierto, cuando acontece su hazaña, la primera vez que ha sido suscitado a plena responsabilidad. En modo alguno. Ya ha habido en el pasado del héroe ético instantes con plena significación, es decir, arrebatados al imperio de la historia y capaces de influir, sin embargo, en el interior de ella. En esos instantes el correlato era ya, aunque sobre todo tácitamente, lo infinito. Y cuando ahora volvemos a tratar de describir este que acabamos de denominar reflejo intrahistórico de lo infinito, capaz de levantarnos al instante que la historia no domina, Levinas salta eufórico, como David ante el arca, y lo llama esta vez resplandor de la exterioridad, de la transcendencia; y lo fija, como es bien sabido, en el fenómeno asombroso y a la vez cotidiano del rostro humano (17). Lo escatológico no pierde su relación con el ser, no está “cortado del ser” (19). Evidentemente, puesto que el rostro, insisto, surge en medio de la historia, más consistente que la “dura ley de la guerra”, violencia esta vez sí esencial: el rostro, resplandor histórico de lo infinito, es “el último acontecimiento del ser” (19) en la articulación compleja de mí, el prójimo humano y el producirse en su rostro –o sea, en la relación de Mismo y Otro– lo Infinito. Producirse, recuérdese, no significa aquí nacer u originarse, sino algo así como salir a la palestra, combatir en su mismo terreno contra la Historia: combatir contra la guerra.

    Y ¿por qué? Son varios los factores fenoménicos que obligan a hablar así. El más destacado es el modo, él mismo evidente, en que el rostro o el prójimo escapa de las determinaciones del saber objetivo y, en esa misma fuga, exige de Mí Mismo, como decimos mucho en mi tierra murciana, lo que literalmente no está escrito. Levinas dijo años adelante que me convierte en su rehén, que me obsesiona; pero en un rehén viajero, que va colgado de su señor a donde quiera que este vaya, aunque puede escapar en otras direcciones a medida que se multiplican los encuentros con otros rostros –que siempre habría que llamar el Rostro, pese a que en cada momento contenga matices accidentales diferentes–. Experimento una exigencia total que jamás lograré satisfacer plenamente y que, además, no me violenta con la misma violencia que la guerra, sino con esa otra superior pero no armada a la que acabo de aludir.

    Pero es que a la infinición de lo infinito en el margen mismo de la historia se añade de mi parte, de la parte de Mismo, una hospitalidad desmesurada, y ello en varios sentidos. El primero: nunca agotaré, por más numerosos que sean los que se me presenten, el número de los prójimos, del Rostro. El segundo: mi capacidad de dar a tantos tanto hace que yo, el huésped, me desviva –y más aún– por mis hospedados. Saco de mí tesoros que no estaban en mí antes del Rostro. O me los guardo, pero solo por la vía de negar el Rostro, de objetivar radicalmente al Otro, de ahogarme en mi avaricia. Hospitalidad casi tan infinita como la infinición de lo infinito a través del Rostro. Como escribe líricamente Levinas, puesta su pluma bajo las especies de Chestov y de Bloy, la verdad de lo Infinito y del Rostro humano no es un des-cubrir y traer a la luz, sino un drama nocturno – a su vez, desde luego, una “coyuntura” en el ser (21). Aquí la verdad es principalmente “respeto” y, aunque la palabra no es de Levinas, incesante trabajo, amor ético y, con la debida licencia, paz en la guerra. Amor ético que comparece ya en el simple establecimiento de un diálogo, porque este hecho supone reconocer que el rostro me inviste de singularidad ética, no de mera situación moral social; lo cual se encarna en que me ha hablado, me ha convocado y me ha hecho abrir esta boca mía, solo mía, que no puede recurrir a seguir siendo boca de ganso, a seguir hablando solo langue de bois, a no ser más que una de las cabezas inagotables de la Hidra de la historia. No hay más poderosa forma de manifestación del perdón.

    De la concepción excesivamente benévola del tiempo en los Cuadernos del Cautiverio, Levinas se ha trasladado a una posición muy cercana a la que sostuvo Kierkegaard en su momento. De este modo culmina lo que se puede denominar el tratamiento ontológico del perdón.

    2 Un fragmento de teología

    La transición que ahora conviene hacer, en dirección a la petición y la donación de perdón interpersonales puede comenzar tomando en cuenta ciertas espléndidas descripciones que insertó Jean-Louis Chrétien en su primer libro, Lueur du secret.

    El punto de partida está en San Juan de la Cruz, que ha insistido, en palabras del pensador francés, en que el don de Dios siempre es a la medida de Dios, no a la nuestra. En este sentido, no hay ni teofánica ni teocríptica que no sean constantemente perdones. Es lo único que tiene Dios para con nosotros. Por eso escribe Chrétien: “No puede haber un prólogo humano silencioso para el diálogo de Dios y el hombre; no hay terreno neutro que el amor no haya ya siempre devastado. El exceso es lo primero. Desde siempre nos vemos confrontados con una historia de amor que no es únicamente nuestra y que sobrepasa nuestras posibilidades.” De aquí que ocurra que “para saber que he transgredido la ley, yo me basto; pero hace falta que el amado me perdone para que me dé cuenta de hasta qué punto he faltado al amor” (11) –siendo así que todo el relato cristiano no es sino el del amor incondicional de Dios, o sea, todo él estriba en la realidad del perdón en un modo concreto que las descripciones de Levinas que hemos considerado no podían captar plenamente–. En efecto, no habíamos aún tomado en cuenta un carácter general del don que introduce la tragedia en la historia humana; y es que “el don, para ser don, debe poder ser rechazado” (56), hasta el punto de que “no hay posible ingratitud sin don”. Y no hay que olvidar que “la bondad que no incluye la justicia se vuelve mala, y la justicia que no incluye la bondad se vuelve injusta” (72). De aquí que el amor sea superior cuando es capaz de cólera, y “si Dios no fuera capaz de esta cólera, tampoco sería capaz de perdonar”. La situación es la misma que describe Schelling para cerrar su tratado sobre la libertad: si borramos hasta la posibilidad del mal moral de la historia y de la naturaleza, lo que estamos es negando lo primordial del amor divino y la sustancia misma de la revelación del Dios trinitario inmiscuido en el mundo de los hombres y crucificado.

    La teología de la ortodoxia cristiana insiste con gran hondura en cómo todo el tiempo y todo el mundo posteriores a la Pascua de Cristo han sido elevados por el perdón de la cruz y la resurrección a un estado ontológico pre-paradisiaco o pre-parusía. Los humanos no captamos esta realidad metafísica –que afecta al universo entero– y nos empeñamos en seguir viviendo reducidos a una débil fe, un pobre ejercicio de la razón, una esperanza que apenas se puede llamar así y, sobre todo, aún al margen de la historia del gran perdón del fin de los tiempos que ya se nos ha entregado. Un perdón, por cierto, que nos fuerza a un intenso e incesante trabajo de acogerlo.4

    Y veamos a partir de este punto cómo se presenta esta acogida.

    Nuestro perdón va, ya vemos, precedido por el de Dios, que además es el modelo de lo que nosotros podemos hacer por iniciativa de nuestra libertad.

    Ante todo, resulta ahora evidente que se puede estar perdonado ya antes de pedir perdón, e incluso que es en el ámbito del amor originario y perdonador de Dios en donde nos movemos y existimos. Cristo tuvo que subrayar este hecho pidiendo a su Padre el perdón de los sayones que lo crucificaban, porque realmente no sabían lo que hacían, y prometiendo el Reino poco después para quien regresaba al ámbito de la gratitud en la hora undécima de su vida, colgado del madero junto al Cristo.

    He ahí el fenómeno extraordinario de la intercesión, que se extrema cuando alguien pide a Dios que sea perdonada por Él una persona que ha muerto sin haber pedido perdón por una culpa grave, de las que catalogamos atrevidamente de imperdonables. En apariencia, no puede darse una situación así más que por desconocimiento de lo que es la esencia del perdón; en realidad sucede exactamente lo contrario: el amor de otro no se resigna con la muerte y la culpa criminal, y se atreve a descubrir la realidad de Dios precisamente en el instante en que toma en sus manos la prerrogativa divina de perdonar a quien ya no puede solicitar el perdón de su culpa. Justo porque se es entonces consciente como nunca de la capacidad del amor para modificar hasta lo inmodificable, se es también a la vez consciente de la pobreza del amor humano, que salta hasta atarse al amor divino implorando que este le deje sumirse en su corriente eterna. La intercesión en este límite de humildad amante obtiene lo que suplica e incluso sabe que lo obtiene. En realidad, es un ascenso místico perfecto hasta el amor primordial. Y aunque el caso de la intercesión auténtica –vivida de modo continuo en la experiencia cristiana– ya manifiesta, bien mirado, la naturaleza última del perdón, no exime de recorrer el resto de los fenómenos de la constelación del perdón.

    Pero es precisamente por lo que acabo de exponer por lo que se tiene que vivir activamente cuanto se refiere al perdón: hay que adelantarse a pedirlo, casi hay que adelantarse a que el ofendido sepa que ha sido ofendido por nosotros; hay que apresurarse a concederlo, incluso secretamente, sin que se nos haya pedido perdón. El otro deberá pasar por el trance de pedirnos perdón, pero no está de más que llegue a ese momento en buena parte porque esté ya experimentando que lo hemos perdonado de antemano. Debe él hacer ese camino solo para no volver ineficaz mi perdón, pero yo no necesito para mí ni por mí que el otro pase por las horcas caudinas de humillarse a pedir de veras que yo lo perdone.

    Por lo mismo, si he ofendido estoy absolutamente obligado a ir hasta el otro y suplicarle que me perdone. Él es en este caso figura Christi, de modo que no me vale el subterfugio de pedir, creería yo que directamente, perdón a Dios. Mi prójimo no es mi Dios pero sí, evocando una palabra de Lutero, el pan mío de cada día e incluso más cuando ha sido ofendido por mí, o sea, cuando he abusado de él en cualquiera de las mil maneras del abuso.

    3 Un fragmento de ética

    ¿Qué se busca al sentir la necesidad de perdón y moverse hasta la presencia del ofendido y pedirlo, bien con palabras o bien con actitudes y gestos? Si no se trata de un similiperdón, no cabe que se tenga a la vista en primer lugar el restablecimiento de algo así como la propia paz interior. Lo primordial aquí solo puede ser testimoniar el respeto que la dignidad incólume de la persona ofendida suscita en mí. Muestro mi arrepentimiento, o sea, reconozco un error moral grave, una culpa; al arrepentirme, tengo que exteriorizar que vuelvo al reconocimiento pleno de la santidad del otro, al menos en la medida en que fue pública mi ofensa. Esta mostró mi desprecio por el otro, como inferior en dignidad a mí, y ahora he regresado a la verdad y corrijo tanto mi transgresión como la infamia que he lanzado contra otra persona.

    Aquí es muy posible que no haya habido intención mía de menospreciar y rebajar, pero es el otro quien ha de interpretar mis actos para con él. Si no hay culpa en mí por más que indague mi conciencia, el perdón que pido se refiere solo a la perturbación y al daño o el dolor que haya causado simplemente por seguir adelante con mis obras de amor moral. El empeñado en esta clase de obras de suyo santas quizá no ve o no aprecia bien cómo deja expuestos a algunos contra los que tiene que dirigir el sentido de sus actos, incluso el de los requeridos por la moral. No estamos aquí ante un cuasiperdón por el hecho de faltar mi culpa, porque el daño, el dolor, la desorientación e incluso la envidia que he suscitado obrando el bien han trastornado otras vidas, con independencia de que merecieran o no ser trastornadas. Eso sí, este tipo de petición de perdón por el bien llevado a término es peculiar por el hecho de que va dirigida a todos los que han formado parte de mi entorno humano, pero no cabe escoger de ese entorno a nadie singular y pedir perdón a este en representación de tantos. Se trata del único caso en que es más importante la actitud de reconocimiento ante Dios de las propias hazañas –con sus indelicadezas adjuntas– que el dirigir una petición de perdón a un prójimo de los que se cuentan en mi entorno. Yo no puedo pedir perdón a alguien concreto cuando no tengo culpa, aunque haya influido en su ánimo y hasta en su destino. Si pidiera semejante perdón, lo estaría haciendo solo por apaciguar a quien me aborrece ya que se ha sentido perjudicado por mis acciones y mis elecciones; pero estaría blasfemando contra el bien que realmente hice, llevado por mi deseo de no seguir cayendo mal a nadie, de no suscitar envidia, recelos, odio, murmuraciones y difamaciones. Me interesa moralmente, sin duda, la paz de espíritu de quien piensa sinceramente que le debo pedir perdón por algo que yo no puedo reconocer como culpa a su respecto; pero hay que preferir el interés por la verdad antes que este espurio remedo de paz y reconciliación. En realidad, llevo a cabo un movimiento de conceder perdón ahora mismo a quien me maltrata exigiéndome una petición de perdón que por mucho que él la considere necesaria, yo no puedo tenerla por justa. Y sin embargo, sí debo expresar de alguna manera no secreta y ante Dios que imploro perdón por las reacciones estúpidas o perversas que mi afán moral ha despertado en otros. Un hombre santo no puede soportar la idea de salir de este mundo sin tomar en consideración a aquellos para los que su hermosa vida ha sido la principal tortura de la suya. Cuando surge el Cristo, el mundo se llena de diablos que salen de sus escondrijos, a la vez que de curados, de perdonados una vez más. El más grave o pesante de todos los pensamientos, ha escrito Chrétien, es que “el infierno mismo está referido al misterio del amor”.5

    No habrá que destacar que no es preciso que el ofendido se sepa ofendido para que yo, si soy culpable respecto de él, deba ir a pedirle perdón. Quizá su falta de conciencia de mi ofensa dificulte o retrase la concesión de perdón, porque despierte en esa víctima mía inocente la sospecha de que pueda estar yo mencionando la menor de mis culpas a su respecto. Buscará asombrado si lo que de repente estoy haciendo no es el modo pérfido de enterrar en la inconciencia definitiva una serie de daños y culpas mucho mayor y más terrible, porque cuesta trabajo confiar en alguien que pida perdón en semejante circunstancia. Pero lo que sí es interesante es comprender que diferir la concesión de perdón, también en este caso, siempre, pues, no tiene valor moral añadido, porque haya que meditar muy mucho si no será ligereza a su vez imperdonable perdonar sin reflexión pormenorizada sobre el conjunto de lo sucedido: la ofensa, el daño recibido, la espera hasta que llega la solicitud de perdón –diría uno, impaciente y ansioso, que no vendrá ya jamás…–, el gesto y las palabras con que se expresa esta petición. No. El perdón otorgado con premeditación es solo un similiperdón. La inmediatez concediendo perdón ante una solicitud que se siente ya al pronto como sincera y motivada, es la que añade valor moral al acto de quien perdona. La causa está a la vista: si debo todo al perdón divino previo a mi existencia y que la acompaña constantemente, tengo que estar en la disposición de haber ya otorgado mi perdón a todos los que me lo vengan a pedir y también a todos los que, para su desgracia –que me llena de tristeza a mí también–, no vendrán jamás. Solo un gesto, como es ver venir a lo lejos al hijo pródigo, bastará para que el padre preocupado, que sale a diario a otear el camino, salte de alegría perdonando. Hace bien el hijo, desbordado por el perdón inmediato, en recitar la retahíla de culpas que su arrepentimiento le ha dictado, pero eso es solo para completar la mutua dicha del reencuentro: yo, el hijo pródigo, no me guardo una reserva de egoísmo y orgullo y tú, el padre generoso, ves en mí una bondad que solo mi viaje de regreso no expresaba por completo.

    Tratar de la petición de perdón no cierra lo que es esencial decir sobre el perdón mismo. Pide uno perdón, restituye, en lo que de él, el ofensor, depende, la integridad del ofendido; pero he aquí que este ofendido concede realmente –no cuasi, no de modo análogo– este perdón. Se produce entonces un extraordinario trastorno en el perdonado, que deja muy atrás el hondo cambio en que maduraron su arrepentimiento y su viaje hasta el ofendido y su solicitud del perdón de este. Aun si se había previsto que este perdón fuera concedido, el hecho de recibirlo revoluciona la situación del perdonado. Para quien perdona no hay sino el alivio de ver que otra persona se restablece en su verdadera dimensión moral; pero el perdonado experimenta que cae sobre él el amor del otro, como anuncio de que sigue siempre en pie el amor-perdón de Dios respecto de la realidad entera. He aquí que acoger el amor de otro no es nada sencillo.

    El efecto real de este amor con el que no se podía contar, con el que no se estaba viviendo, sobrepasa absolutamente el momento presente. No es lo que sucede al escuchar una declaración de amor que nos llega desde alguien a quien no hemos antes dañado. Esta declaración no mira lo pasado y no se fija en el presente, sino que salta al futuro. Lo que dice es que dos personas que antes no han enlazado sus vidas quedan ahora en posición de comunicarse profundamente y, por tanto, de iniciar algo inédito. Pero cuando recibo el perdón del ofendido, la prueba de este amor atraviesa el momento y destruye el pasado. Realiza el milagro que algunos teólogos apresurados –o sea, que no llegaron a serlo aunque se creyeran ya tales– han afirmado que ni Dios puede hacer: cambiar el pasado. Y esta transformación tiene por autor no a Dios sino a otro humano –aunque esta persona ha dejado, al conceder su perdón, que un rayo divino la traspase y traspase también al perdonado, porque si la estructura del universo no fuera como he tratado de describirla usando la categoría del perdón, no sería posible el milagro de que el otro cambie mi pasado o yo cambie los pasados de otros–.

    Ante todo, incluso si admito que Dios no deja de amarme pese a mis culpas, el perdón que el ofendido me otorga me sorprende con la noticia de que soy amado como si mi pasado no contuviera males y vergüenzas. Mi reacción será de incredulidad, y no tanto porque dude de que ese cambio milagroso se haya producido en mí, sino porque su magnitud es tal que dudo de que se me esté perdonando, como solemos decir, de todo corazón. Mi impresión es: no resulta posible que alguien me ame con este amor pura energía; será o que no me conoce lo suficiente o que está fingiendo que me perdona de veras.

    En un segundo momento, miraré a mi intimidad y dudaré también del estado en que se encuentra. He aquí un factor esencial en el conjunto de esta descripción: necesito que se corrobore en el tiempo la realidad de que he sido perdonado. Y hay modos variadísimos de esta corroboración que dura y no es mero instante: desde el no volver a encontrar a la persona que me ha perdonado –pero esta desaparición es garantía de que no queda en ella rastro de afán de venganza–, hasta permanecer cerca de ella y ver la naturalidad con la que me trata precisamente porque sí ha perdonado. No lucirá ante mí su gesto como una prueba de generosidad inaudita y heroica, pero tampoco dejará ver en su conducta que recela de mí. Su perdón se ha basado en la certeza de que los seres humanos somos susceptibles de cambio, más si se nos cambia desde fuera de nosotros mismos, pero también a veces por nuestra iniciativa. El antiguamente ofendido sabe que su perdón ha curado mi corazón y no piensa siquiera en que aún se vean en él cicatrices –estas cicatrices tiendo yo mismo a verlas, de modo que hago bien plausible desde la experiencia de mi corazón la admirable noción teológica del purgatorio–. Dios, en cambio, y quien me ha perdonado, no saben nada de cicatrices: he ahí que el amor que inició el mundo e inició cada vida, hace nueva ahora una existencia.

    La transformación del universo que significa en su bellísimo título Olivier ClémentCristo, tierra de los vivos– se realiza palpablemente en este acontecimiento de la desaparición, en mi pasado, de cierta culpa, de un mal que yo jamás podía sanar, porque nadie puede perdonarse a sí mismo –solo cabe, a duras penas, soportarse a sí mismo cuando se está demasiado cargado de mal auténtico, es decir, de males morales–. No es quimérico pensar que antes del advenimiento del Cristo no pudiera el perdón llegar a sondear y limpiar el fondo del corazón. Las culturas antiguas están llenas de testimonios de la precaución con la que se trata al otro que es nuestro deudor o que parece habernos perdonado. Las alianzas están ahí exteriorizadas en protocolos de garantías y en series de amenazas si son violadas. Aristóteles solo quiere perdonar el mal que va acompañado por eximentes o por atenuantes muy grandes; Zenón de Citio, según el recuerdo que de él hace Cicerón, pensaba que sólo perdona alguien stultus et levis (o sea, estúpido y frívolo, es decir, desconocedor de la verdad y desconocedor de las normas morales vigentes). Todavía en la muy estoica moral del racionalismo clásico europeo no hay modo más poderoso de auxiliar a otro que manteniéndonos ante él incólumes en nuestra propia grandeza moral, para ejemplo de todos, y sin perdonar nunca. Como el cínico, no me vengaré –que sería asunto de imbéciles y frívolos– de mi ofensor, pero pondré su nombre sobre la herida que me ha hecho, a la vista de todos. Sócrates, como Kierkegaard lo veía, más que ejercer el perdón simplemente no juzgaba de ningún corazón pero practicaba constantemente su convicción de que no hay nadie que no pueda ser transformado por la verdad. La idea de que justamente lo imperdonable sea el blanco del perdón surge plenamente en la historia a raíz del caso del Cristo. Posiblemente ya la doctrina de un Jeremías haya influido en el mismo sentido en el judaísmo esenio y fariseo de los dos siglos anteriores al Cristo. La cruz de este es la realización de cómo el objetivo del perdón es ante todo lo imperdonable, sin exigir realmente nada de aquel a quien se perdona –sí algo: que su futuro, una vez limpio su pasado, no se viva una segunda vez–. Este núcleo del judeocristianismo ha penetrado la cultura en casi todas las regiones de nuestro mundo, de modo que no perdonar recibe un reproche inmenso en todas partes. Hasta se da lugar a la complicada noción de perdones colectivos a través de comisiones de la verdad que expurgan –eso pretenden– un pasado histórico colectivo de injusticia espantosa. En realidad, tal tipo de perdón es únicamente un cuasiperdón, como se ve por sus efectos ambiguos en las sociedades en que se lo ha aplicado, desde Sudáfrica a Argentina, desde Chile a Colombia.

    El pasado no puede ser modificado y hasta borrado más que si el tiempo no es como la columna vertebral de la realidad, sino que ese puesto lo ocupa algo que domina el tiempo, que se cruza con él, que revela en él su supremo poder ontológico y, sobre todo, su santidad, y que bien puede tanto crearlo como acabarlo, es decir, redimirlo, perdonarlo enteramente. Más real que el tiempo es este señor que lo envuelve y en el que están las raíces de la vida humana. Si lo nombramos con neutralidad teológica, lo llamamos la eternidad.

    NOTAS

    1 Emmanuel Levinas, Carnets de captivité et autres inédits, en Oeuvres I (ed. Rodolphe Calin). París, Bernard Grasset / Imec, 2009. P. 134.

    2 Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito (trad. Miguel García-Baró). Salamanca, Sígueme, 2012. P. 19.

    3 Este número y los siguientes, hasta que se advierta otra cosa, remiten a mi traducción de Totalidad e infinito (Salamanca, Sígueme, 2012).

    4 Considero de máxima importancia en este sentido el libro de Olivier Clément, Cristo, tierra de los vivos (trad. Mercedes Huarte). Salamanca, Sígueme, 2024.

    5 Op. cit., p. 56.

    Texto de la ponencia pronunciada el 25 de marzo de 2025 en el Congreso Perdón y Reconciliación, Universidad Francisco de Victoria.

  • Economías vaticanas. Breve introducción a las bases teóricas de Mensuram Bonam

    Economías vaticanas. Breve introducción a las bases teóricas de Mensuram Bonam

    El documento Mensuram bonam es una llamada a la conversión de cierta parte del tesoro de la Iglesia que suele quedar al margen de las exhortaciones vaticanas, pese a la larga y extraordinaria historia
    –no recordada en este texto– de las acciones de la Iglesia en el terreno de la economía.

    La primera base de MB es el recuerdo de una verdad elemental de la ética, no específicamente cristiana: que toda relación con las posesiones es un acto moral, o sea, calificable de bueno o malo moralmente, y nunca indiferente. Como es natural, esa relación puede ser o bien de mera conservación o bien de gasto o bien de inversión. MB trata de justificar cómo la mera conservación en realidad no es tal y, desde luego, entra en el terreno de lo inmoral a la vista de cómo está el mundo. MB recuerda una serie de parábolas jesuánicas, la más clara de las cuales es la de los talentos –recuérdese que un talento era un dineral–.

    La segunda base de MB es la afirmación de la igualdad y la dignidad suprema de cada individuo humano –de cada individuo, no de cada institución–. La fraternidad universal y la dignidad superlativa de cada persona es tesis común a la sabiduría griega y al cristianismo, pero es apresurado y muy optimista extenderla a todas las culturas –no ha sido así y aún hoy no lo es en el Extremo Oriente ni en África, por ejemplo, y, esperemos que en el pasado, tampoco en Suramérica precolombina–. Incluso dentro de la tradición general del Occidente ni el empirismo radical ni el racismo –y ni siquiera el marxismo– comparten este principio común a Atenas y Jerusalén. Este simple hecho concede a este segundo punto de apoyo de MB una dimensión utópica y profética, que se multiplica cuando se atiende a la situación real de la humanidad hoy, sometida a toda clase de miserias. Lo cual hace aún más cierto que gastar e invertir son mandatos morales que, eso sí, necesitan orientación y discernimiento.

    La tercera base de MB se refiere al carácter relacional del ser humano, más allá de los límites de los límites mismos de la humanidad. Se trata, claro está, de una verdad palmaria y muy importante, respecto de la cual hay que tomar ciertas cláusulas de interpretación que extraigo –subrayándolas– de MB.

    La primera es el subrayado –necesario, pero que nunca debe pasar a excesivo– del bien común. Recuérdese lo fácil que es amar al sobreprójimo y lo sencillo que es cambiar las leyes sin tocar a los individuos. El verdadero principio judeocristiano es el de Friedrich Gogarten, recientemente puesto en máximo valor por Knud Lögstrup y basado en la broma “socrática” de 1Jn 4,20: ἐάν τις εἴπῃ ὅτι Ἀγαπῶ τὸν θεόν, καὶ τὸν ἀδελφὸν αὐτοῦ μισῇ, ψεύστης ἐστίν· ὁ γὰρ μὴ ἀγαπῶν τὸν ἀδελφὸν αὐτοῦ ὃν ἑώρακεν, τὸν θεὸν ὃν οὐχ ἑώρακεν οὐ δύναται ἀγαπᾶν. El desarrollo humano integral no coincide con la promoción del bien común, salvo que se entienda este radicalizado, como sucede alguna vez en la enseñanza de los últimos papas, ya realmente alejada de Aristóteles –que no era precisamente un cristiano–.

    La segunda deriva que hay que prevenir es la posibilidad de subrayar por encima de lo justo la conexión del ser humano con la Naturaleza. El concepto de creación es bastante más complejo que esta deriva semi-estoica que tan frecuente es hoy. Es, de nuevo, más fácil cuidar del planeta que promocionar directa e inmediatamente a, por ejemplo que conozco, los pigmeos baka del oriente del Camerún. En este sentido, valoro radicalmente el esfuerzo por cubrir la ignorancia, por hacer avanzar en la conciencia, la libertad y el saber. Políticamente es esto tan difícil o más que crear condiciones de salubridad, pero da réditos esenciales. Poblaciones hoy marginadas no pueden salir de su estado solo por la mejora de sus condiciones económicas. Para decirlo con más violencia: los pobres culturalmente abandonados no son esa fuente de felicidad ingenua, de confianza en los seres humanos y de cristianismo popular que imaginan posturas extremas de la teología de la liberación. De ahí que sus posibilidades de progreso las vean antes en la violencia revolucionaria que en cualquier otro lugar: pueden desear para ellos lo que está siendo destructivo ya espiritualmente para sus opresores: dar culto al dinero. En otras palabras: la crisis de miseria material y moral de una enorme parte de la humanidad es más urgente aún que las crisis solamente ecológicas –las que afectan a la naturaleza–. Quizá se necesite un período de atención reduplicada a la promoción de los seres humanos, para luego poder pasar a atender radicalmente al problema de la degradación de la diversidad biológica y la polución de la naturaleza en general.

    Sobre estos fundamentos, aparece como una evidencia el deber de invertir del modo más justo y cristiano posible los bienes de la Iglesia y de cada una de sus instituciones y cada uno de sus individuos. No solo porque hacerlo es dar “una prueba de solidaridad con el género humano”, sino porque todas y cada una de las inversiones dan expresión tangible a valores que contribuyen al futuro o lo abandonan. Incluso es real y bueno que aparezcan vocaciones de inversores, ¿por qué no? Eso no es rendir culto simultáneo a Dios y a Mammón.

    No hay tampoco inversión moralmente neutra. La urgencia del discernimiento ético y cristiano acerca del invertir se echa de ver en que las teorías económicas predominantes no tienen en cuenta de veras los principios de MB. (Quizá en un futuro no lejano logre dar la Iglesia pautas técnicas sobre el régimen económico más justo, porque también esa audacia pertenece al núcleo de su misión.) Ya está habiendo ahora un crecimiento exponencial de fondos dedicados a fines idénticos o próximos a los que la justicia y el cristianismo piden, aunque corren el peligro de ser malamente instrumentalizados por falta de fundamentación suficiente.

    Un capítulo importante, solo rozado en MB, es que una parte de la actividad de los “inversores integrales” de nuevo cuño que se quiere suscitar debería dedicarse a construir y mantener vías de información realmente verídicas y no contaminadas ideológicamente ni comprometidas de manera oscura con la defensa a ultranza de la praxis de la Iglesia misma.  No es solo que no disponemos de métricas del desarrollo humano integral, precisamente porque la información está viciada en múltiples sentidos; es que ya la pequeña inversión que todos llevamos a cabo simplemente por tener dinero en el banco no la controla el inversor, que ignora cómo se desempeña su banco en cuestiones financieras de gran volumen. Esto crea un sentimiento vago de culpabilidad e irresponsabilidad que angustia a una parte importante y moralmente sana de la sociedad.

    MB insiste, como no podía ser menos, en que en este terreno que ella quiere animar y orientar no puede reinar en solitario la justicia conmutativa, sino aquella aplicación de la justicia distributiva que se derive del principio de subsidiariedad a las necesidades más apremiantes de los seres humanos. Y este punto está en conexión con el hecho perturbador pero claro de que en nuestro mundo hoy los negocios más sucios son los más rentables. Hay, pues, que huir de aferrarse al criterio de la máxima rentabilidad –pura justicia conmutativa, que entonces sería injusticia– ya solo en virtud de este factor. A la vez, habría que refutar lo que era la preocupación de Popper senil y que me manifestó tan rotundamente a mí mismo: debilitar la riqueza de los ricos solo comportará empobrecer los sistemas de promoción de los pobres. MB está en última instancia defendiendo que la noción de solidaridad pertenece al uso práctico de la razón y no al mero uso teórico de ella (como era el caso, muy probablemente, de esta insistencia de Popper).

    Anoto además una discusión a la que se abre muy prudentemente MB, pero que está iniciada en alguna encíclica del papa actual: las ventajas y los riesgos de una gobernanza universal que sirva, en primer término, para contener la avaricia de las corporaciones multinacionales y preserve así los derechos de los más pobres.

  • Autobiografía de Sócrates en Fedón 96a ss.

    Autobiografía de Sócrates en Fedón 96a ss.

    En la página 96a de Fedón, Sócrates, a punto de morir, trata de responder convincentemente a Cebes, un joven tebano de tendencias pitagóricas, acerca de cómo se debe atacar la gran cuestión de la cosmología. No importa la aparente falta de tiempo ni hablar de semejante problema en tal ocasión quiere decir escapar en ningún sentido a lo realmente primordial. Y sin embargo, para que la contestación sea suficiente, se hace necesario relatar muy desde el principio, dice Sócrates, lo que a mí me pasó respecto de lo preguntado.

                Siendo yo joven, tuve un asombroso deseo de esa sabiduría que llaman “investigación sobre la naturaleza” (perì physeos historían). Me parecía que era algo brillantísimo saber las causas (aitías) de cada cosa: por qué nace y por qué muere y por qué existe. Muchas veces era como si me pusiera a mí mismo del revés cuando empezaba a examinar cuestiones como éstas: ya que lo caliente y lo frío sufren una especie de putrefacción, como dicen, ¿es entonces cuando se engendran los animales? ¿Es quizá la sangre aquello con lo que pensamos, o es el aire o el fuego; o no es ninguno de ellos, sino que el cerebro proporciona las sensaciones de oír, ver y oler, de las que surgen la memoria y la opinión, y de la memoria y de la opinión, una vez que se estabilizan, nace así la ciencia? Pasaba luego a examinar cómo se corrompen todas estas cosas y lo que sucede en el cielo y en la tierra. Al final, llegué a la opinión de que era imposible haber nacido con menos disposición que yo para este género de investigaciones.

                Voy a darte una prueba contundente. Me hice tan ciego examinando todo esto que cuanto en el tiempo anterior sabía con claridad, según yo creía y según creían también los demás, lo desaprendí de tal forma que dejé de saber lo que antes pensaba que sabía, por ejemplo, entre otras muchas cosas, por qué crece un hombre. Antes pensaba que esto era claro para todos: comiendo y bebiendo, ya que por los alimentos se añaden carnes a las carnes, huesos a los huesos y, por el mismo discurso, se añade a lo demás lo que es propio de cada uno; y así, lo que al principio tenía poco bulto tiene luego mucho. Y de este modo es como el hombre pequeño se hace grande. (…)

                Pero considera también esto otro. Yo pensaba que estaba suficientemente bien mi opinión de que cuando un hombre alto se pone junto a otro bajo, le saca la cabeza, y lo mismo pasa si se trata de dos caballos. O algo aún más evidente que eso: creía que 10 es mayor que 8 porque a los 8 se añaden 2, y que 2 codos es más que 1 codo porque supera a éste en una mitad. (…) Por Zeus, estoy muy lejos de pensar que sé la causa de estas cosas, cuando ni siquiera sé si al añadir 1 a 1 es este segundo 1 el que se hace 2 o si se hacen 2 el 1 añadido y el 1 al que se añade el otro 1, precisamente por el hecho de añadir algo otro a algo otro. Pues me asombro de que cuando estaban separados era cada uno 1 y no había entonces 2 alguno, pero cuando se acercaron mutuamente surgió la causa de que llegaran a ser 2, o sea, la confluencia de quedar puestos cerca el uno del otro. De otro lado, cuando alguien parte 1, tampoco soy capaz de convencerme de que haya surgido la causa de que lleguen a ser 2, o sea, la partición, ya que la que surge es la causa contraria a la primera, o sea, a la del nacimiento del 2: antes fue que se reunieron mutuamente cerca y algo otro se puso junto a algo otro, y ahora es que se aleja y separa lo otro de lo otro. Y tampoco tengo la convicción de saber por qué surge el 1, ni, para decirlo de una vez, por qué nace, muere y es nada, cuando sigo este modo de metodología. Lo que hago entonces es que me forjo a la buena de Dios otra, ya que por aquélla no avanzo nada.

                Pero una vez oí leer de cierto libro que, decían, lo había escrito Anaxágoras, y allí se afirmaba que la inteligencia es quien ordena todo el cosmos y la causa de todo. Me agradó esta causa, pues me pareció que de algún modo estaba bien que la inteligencia fuera la causa de todas las cosas. Pensé que, de ser así, la inteligencia que dispone el cosmos habría ordenado todo y habría dispuesto cada cosa como mejor hubiera de ser. Así, si uno quería encontrar la causa de por qué algo nace o muere o existe, lo que necesitaba era encontrar lo mejor para esa cosa: existir o sufrir o hacer lo que fuera. Partiendo de ese discurso, al hombre no le convenía examinar, a propósito de cualquier cosa que fuera, sino lo mejor y lo más hermoso; y era también necesario que ese mismo hombre supiera lo peor, ya que es la misma la ciencia sobre ambas cosas. Discurriendo así, disfrutaba porque pensaba que había hallado a un maestro, Anaxágoras, acerca de la causa de los seres según la inteligencia. Él empezaría por decirme si la tierra es plana o curva y, una vez que me lo hubiera dicho, me explicaría muy bien la causa y la necesidad de ello aduciendo lo mejor y que una de estas alternativas es mejor que la otra. Me diría después si la tierra está en medio, explicándome muy bien que le es mejor estar en medio. Si me lo mostraba, yo estaba dispuesto a no volver a echar de menos ninguna otra especie de causa. (…) Pues no iba yo a pensar que quien dice que estas cosas han sido ordenadas por la inteligencia fuera a ofrecer otra causa para ellas que el hecho de serles lo mejor ser como son. Al exponer la causa de cada una y la que es común a todas, pensaba yo que explicaría muy bien lo que es mejor para cada cosa y lo bueno común a todas. ¡No habría cedido así como así de mis esperanzas! Cogí con todo afán aquellos libros y los leí lo más aprisa que pude, para llegar inmediatamente a saber qué es lo mejor y qué lo peor.

                ¡Ay, amigo, cómo tuve que perder esta maravillosa esperanza! Al ir adelante en la lectura, veo que el hombre no emplea para nada la inteligencia ni le achaca las causas del orden de las cosas, sino que hace su responsable a los aires, a los éteres y las aguas y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le había pasado exactamente lo mismo que a uno que dijera que Sócrates hace cuanto hace con la inteligencia, pero luego, al intentar aducir las causas de cada una de mis acciones, empezara diciendo que ahora estoy aquí sentado porque mi cuerpo se compone de huesos y nervios (…) y descuidara señalar las verdaderas causas, o sea, que ya que a los atenienses les ha parecido que lo mejor era condenarme, por eso mismo a mí me ha parecido mejor estar aquí sentado y quedarme a sufrir su condena. Pues, ¡por el perro!, pienso que hace ya mucho que estos nervios y estos huesos andarían por Mégara o Beocia, llevados por la opinión de lo que es mejor, si hubiera yo pensado que era más justo y hermoso huir y salir corriendo que aceptar la condena del estado, fuera cual fuera la que me impusiera. (…) Y es que una cosa es la causa real y otra, aquello sin lo cual la causa no sería causa. (…) La potencia por la que han sido dispuestas del mejor modo las cosas que existen ahora, ni la buscan ni piensan que posea una fuerza demónica, sino que creen que van a encontrar un Atlas más fuerte y más inmortal que ése, que mantenga unidas todas las cosas mejor que él, y para nada piensan que lo verdaderamente bueno tenga que ligar y mantener unidas las cosas. A mí, en cambio, nada me habría gustado más que hacerme alumno de quien fuera, para conocer tal causa. Sin embargo, como me había quedado sin ella al no ser capaz ni de encontrarla por mí mismo ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación en busca de la causa y cuanto hice en ella? (…)

                Tenía que tener cuidado, no me pasara como a los que observan un eclipse de sol, a algunos de los cuales se les estropean los ojos si no miran la imagen (eikona) del sol en el agua o en algo afín a ella. (…) Temí, en efecto, volverme completamente ciego de alma si miraba las cosas con los ojos y procuraba tocarlas con las sensaciones todas. Me pareció que había que recurrir a retirarse a los discursos para examinar en ellos la verdad de los entes. Pero quizá de alguna manera no es válida esta comparación que tomo, porque de ningún modo concedo que el que ve los entes en discursos los vea más en imagen que en acción (eikosi / ergois). La cuestión es que a ello me dediqué con todo afán: siempre supongo (hypothémenos) el discurso que considero más firme, y cuanto me parece que concuerda (symphoneîn) con él lo pongo como siendo verdad, tanto acerca de la causa como acerca de todo lo demás; y cuanto me parece que no concuerda, lo pongo como no siendo verdad.

  • Primeros auxilios pedagógicos

    Primeros auxilios pedagógicos

    No se piense de ninguna manera que un libro sobre la enseñanza de las virtudes solo atañe a los especialistas en pedagogía. Como siempre que se toca algo central del espíritu humano –y eso es lo que se hace en estas páginas–, todos nos vemos concernidos y podemos esperar, confrontando lo que aquí leemos con nuestra propia experiencia, un progreso auténtico en nuestra comprensión de la maravillosamente enigmática Realidad. Las cosas nos reclaman y la sabiduría es la gracia y el gozo de la vida. No dejemos decaer la tensión sagrada a crecer en sabiduría, que redunda siempre en aumento de bondad.

    El asunto que directamente se discute aquí –la posibilidad de enseñar virtud– es tan antiguo como la filosofía y ha conocido tantas derivas como ella. Se partió de algo que sigue siendo hoy una tentación terrible: la idea de que las dificultades con las que se tropieza la vida humana son exactamente eso que la metáfora del viaje de la existencia pretende: obstáculos –en griego, problémata, o sea, cosas que se nos arrojan delante de nuestros pies de caminantes–; y los obstáculos pueden ser removidos con apropiadas palancas, o volados con una carga de dinamita, o, sencillamente, superados escalándolos. Lo que tienen en común estas posibilidades es que, una vez hallado un método para eliminar la dificultad del obstáculo, se tiene contra todo otro problema de la misma naturaleza un arma definitiva, aplicable una y otra vez. El que encontró la solución al problema luchó con la realidad y su verdad; pero los que reciben de estas manos primeras el arma o el plan para reconstruir esa solución, no necesitan saber ya nada de la realidad-obstáculo, salvo el punto en el que apoyar el dispositivo para deshacerla. En definitiva: un problema está esperando un método para ser superado o resuelto, y este método es, por una parte, infalible, o sea, de vigencia universal e intemporal, y, por otra, no solo puede ser enseñado y aprendido, sino que toda enseñanza, en última instancia, lo es de métodos así para las legiones de problemas que vamos hallando en el transcurso de la vida. Aprendemos métodos, enseñamos métodos; suponemos, pues, que no hay más dificultades que los problemas. Suponemos también que los saberes no necesitan revisiones radicales sino ir resolviendo, con el estilo inveterado que es el suyo, nuevos y nuevos problemas –que hoy suministran en mayor abundancia los saberes y las técnicas que la realidad todavía no explorada–.

    Esta manera de comprender la educación y las instituciones de enseñanza –y la realidad misma en su conjunto– precisamente niega que los procesos de aprendizaje consistan en educación, o sea, en ir extrayendo del discente una forma superior de vida que se hallaba en él incoada. No. Aquí el que aprende es a modo de saco vacío que se llena desde fuera sin que él tenga que hacer más que abrirse en el momento y el sitio oportunos. Y el mundo es la creación de un ingeniero de habilidad extrema, que ha diseñado todo antes de fabricarlo, para que no haya rincones de veras oscuros. El estoicismo, hoy en boga –posiblemente siempre ha estado en boga–, deja de lado a la fuerza creadora exterior al mundo y simplifica la situación suponiendo que esa fuerza es inmanente a todas las cosas que existen y existirán, a modo de cuerpo que penetra todos los demás cuerpos y los organiza en un inmenso sistema racional. Para todo hay una razón suficiente que está esperando ser sacada a la luz y proporcionar a los seres humanos un método que disuelve lo que antes, en la situación de hallarnos ante un problema, pudo parecernos misterioso, enigmático, incalculable –en definitiva, vertiginoso–.

    Hay en todo esto un camino en zigzag. En el principio de la historia humana, seguramente que nuestros ancestros más lejanos se encontrarían completamente desbordados y superados por el poder majestuoso de lo real. Él los dominaba a ellos en todo y siempre, y tratar de ponerlo a favor era lo decisivo del saber más antiguo. Técnicas ya, pero solo de adoración, apotropaicas, mágicas. Rutinas que a veces se consolidaban, efectivamente, en técnicas vacilantes, con mínimo papel de la razón. Pero de ahí se subió a este diseño de todas las cosas que acabo de compendiar en la tentación estoica del ser humano. Lo no racionalizable desapareció por principio. Si sumamos al panracionalismo estoico el pitagorismo, la razón y el cálculo exacto de la matemática se igualan. Entonces solo se considerará real la cantidad calculable. Las mismas personas encontrarán su identidad en saberse –y forzarse a ser– meras partes de la madre naturaleza, este dios inmanente, esta fuerza vital que contiene tan solo razones suficientes y los efectos que de ellas derivan y se vuelven a su vez razones suficientes de otros efectos innumerables.

    El zigzag, sin embargo, no ha terminado ni es posible que termine alguna vez. Hoy se regresa al reconocimiento de que no todo participa de esta uniforme manera de ser y de ser conocido y dominado –y enseñado–. Vuelve a vislumbrarse que hay un papel esencial que corresponde en todo esto a la persona individual y que afecta a la concepción del mundo no menos que a la concepción de lo absoluto divino –y de los procedimientos que de nuevo se llamarán con pleno sentido educación–.

    El libro para el que este breve texto sirve de prólogo da testimonio, sin necesidad de ir constantemente a la raíz metafísica y antropológica de por qué es así, de que por lo pronto una parte de lo que existe se rebela sin duda contra ser tratada técnicamente. Un pensador judío alemán del primer tercio del siglo XX, Franz Rosenzweig, habló a este propósito de cómo la consideración del ser humano es meta-ética mejor que ética, si se entiende por ética un mero saber parcial dentro del totalizante saber sobre la Naturaleza. Su propuesta era analizar al ser humano precisamente sin partir del enorme supuesto de que solo consiste en una partícula de la naturaleza omnirracional. Si llamamos excelencias (aretaí) o fuerzas (virtutes) a las mejoras que cabe hacer en la existencia personal, como capacidades que son para realizaciones que sin ellas resultan imposibles, todo lo que se refiere a este capítulo de la realidad exige un estudio que se abstenga por principio del prejuicio naturalista; o sea, que reconozca en el ser humano una diferencia, una peculiaridad que no se tiene derecho a dar por anulable desde el comienzo. En otras palabras, se puede decir que el ser humano no constituye meramente un problema complicado –para el que habrá un día un algoritmo que permita calcularlo y descifrarlo por entero–, sino un enigma o un misterio –palabras estas a las que nos fuerza el naturalismo y que no deben interpretarse como ajenas a la filosofía y solo propias de las religiones–.

    Tal es el trasfondo de los capítulos de este libro estupendo. ¿Se puede desarrollar una virtud sin que todas las demás también se desarrollen de algún modo? ¿Hay entonces una sola virtud realmente capital o central en la persona? ¿Por qué virtud se debe comenzar en la educación? Y, ante todo, ¿qué papeles corresponden en esta enseñanza tan peculiar al maestro y al discípulo?

    El pensamiento básico ha de ser que lo primero que debe despertar en cada persona es la certeza de su singularidad radical y de que ello le da derecho a aprender directamente de la vida misma las lecciones decisivas, por mucho que quepa iluminar desde otras personas y gracias a la lengua común alguna parte de la interpretación que exigen esas lecciones. El maestro no se figurará nunca que él es quien debe enseñarlo todo a su alumno: que lo recibe como si la realidad misma, directamente, no tuviera que decirle nada. Es lo contrario lo que sucede: cada individuo es un oyente de lo absoluto que no repite exactamente la vida de ningún otro y al que lo absoluto se presenta o revela con matices completamente singulares. No es posible ninguna dirección espiritual, aunque sean necesarias alguna o algunas formas de la paternidad espiritual.

    Aristóteles –yo he defendido que también PlatónSócrates– propuso una doctrina sensatísima sobre la educación en la virtud, que se encuentra comentada en múltiples modos a lo largo de este libro: hay que diferenciar virtudes que se refieren a lo desiderativo, a los impulsos, los afectos, los mismos movimientos del cuerpo en su relación con el alma; y virtudes de la zona racional del ser humano –que no se entiende que consista solo en la capacidad del cálculo y el silogismo–. Hasta no lograr un suficiente autodominio, la educación del primer nivel elemental recae en el maestro, que se tiene que valer de lo que logró consigo –gracias a su propio maestro– para forzar la enmienda adecuada de las tendencias de su alumno. Pero cuando el discípulo posee ya la templanza y la fortaleza –las cardinales entre las virtudes cardinales–, es él quien debe dirigir su vida conforme a la quíntuple existencia de la verdad. Quíntuple forma de la verdad y cinco virtudes intelectuales, no solo una, como ha querido la terrible simplificación posterior.

    De hecho, en este libro se abre la cuestión de las virtudes en un abanico tan amplio como el que diseña Aristóteles para las básicas, las morales, cuya lista dejaba abierta el viejo sabio; y tengo para mí que junto a la relación de las virtudes intelectuales que él establecía (el arte o la técnica, la prudencia, la inteligencia, la ciencia y la sabiduría) hay alguna más que no contempló y que en el presente reclama y logra atención. Yo concentro en el terreno de la belleza enigmática y el enigma de lo personal esa sexta virtud que tiene difícil recibir un nombre, puesto que el de arte ya se adjudicó a otra región de la virtud.

    Ya meramente el hecho de reflexionar tan aguda y variadamente como se hace en las páginas –no excesivas– de este libro supone un avance de principio que aplaudo sin reservas. Necesitamos, como he intentado decir sin escribir yo un capítulo más, des-simplificar la realidad y la educación. No es complicar nada, sino ser fiel a lo que aprendemos, a las fuentes de ese aprendizaje y a la participación cada vez más activa que los alumnos tenemos en este proceso que ocupa toda la vida.

    Aparecerá próximamente como prólogo al libro Educación de las virtudes: estrategias para la práctica educativa, coordinado por Zaida Espinosa en Dykinson.

  • Unas pocas palabras sobre el abuso de conciencia y el abuso espiritual

    Unas pocas palabras sobre el abuso de conciencia y el abuso espiritual

    El lamentable territorio del abuso es evidente que se extiende a muchas relaciones entre personas que no contienen ningún elemento de directo abuso físico. Aunque hay variedad de propuestas, creo que lo mejor, lo más claro, es distinguir entre abuso de poder, de conciencia y espiritual. Va a ser esta la tarea inmediata de la nueva cátedra extraordinaria Pro+Tejer, de la Facultad de Educación en la Complutense.

    El primero es sencillamente la coacción, el chantaje, la amenaza, el desprecio. Sin proponérmelo, he nombrado en orden de peor a menos horrible esta serie de deprimentes encuentros cotidianos. Ignorar más o menos ofensivamente al otro es, desde luego, un poco menos violento que amenazarlo de manera explícita. La realización de aquello con lo que se amenazó es o el chantaje o una presión aún más irresistible, que termina forzando a un acto que no se quería cometer.

    Pero todo esto no compromete aún la libertad íntima, que es lo espantoso de lo que sucede cuando se consuman los abusos de conciencia y el abuso espiritual en su acepción estricta. Se abusa del alma de otra persona cuando se la seduce hasta el punto de que pone ella la dirección del centro de su vida en las manos del seductor o de la seductora. Al hacerlo, quedará una cierta memoria de que fue libremente como se renunció a parcelas decisivas de la propia libertad o incluso a toda ella, y este recuerdo vago –puesto que la seducción es un largo proceso lento, astuto, minucioso, y no hay quizá nunca la posibilidad de fijar el momento en que se consuma– es uno de los factores que atormentarán en el futuro, cuando empiece su recuperación, a la víctima. Hasta que no entienda cómo es la seducción la que destruye la libertad del otro, creerá la víctima que tiene ella parte al menos de la culpa de lo ocurrido. Por lo menos, se acusará de necia, de ciega, si es que no de cómplice del abusador. Esta herida es una de las secuelas más tristes, más injustas de toda la acción perversa de quien abusa sibilinamente al través de lo que en general deberíamos llamar siempre seducción. El dolor de quien no consigue aún alejar de sí hasta el más pequeño rincón de sombra de esta creencia en alguna clase de complicidad es una de las variantes de la desdicha en el sentido técnico que dio a este término la genial descripción de Simone Weil. Pero es que ver la desdicha y sentir la compasión de caridad –no es preciso eliminar esta palabra y cambiarla por empatía– por el desdichado son actitudes difíciles, que ejercitan los llamados escuchas de duelo cuando acompañan a este género de víctimas. Actitudes, por cierto, que van aprendiendo caso a caso, de la experiencia del sufrimiento y del abrirse, pese a todo, ante él vías de escape.

    Quien siente la repugnante pasión de manipular almas tiene aún un terreno de mayor violencia, de daño abismal y, para él, es de suponer, de sucio gozo que supera al que logra en el resto de las formas de seducción; y es reemplazar en la conciencia de un creyente a Dios mismo, dicho en cristiano, al Espíritu Santo.

    Una vocación de entrega religiosa tiene un ímpetu de generosidad y de abnegación que le son esenciales, pero que la someten a un riesgo enorme. Para alguien con este impulso de atenerse a Dios a través del amor al prójimo y aún más allá, es precisa la paternidad o maternidad espiritual, o sea, aprender a encauzar toda esa vitalidad religiosa por los caminos que la tradición ha ido enseñando que son los idóneos; y este aprendizaje requiere un maestro espiritual. No un director, sino un maestro, una madre.

    Una manifestación contemporánea de la tiranía espiritual es el hecho reiterado –recogido a veces literalmente en alguna constitución– de que quien funda un grupo religioso nuevo a veces interpreta locamente ese nuevo carisma como una presencia en su persona del Espíritu hasta el punto de una identificación práctica, que ha solido derivar en la perpetuación del fundador como máxima autoridad del instituto que ha creado. A esta persona –estoy recordando frases literales– se le debe todo. El Espíritu y ella hablan con la misma voz y deciden sobre la situación de un alma en su relación con Dios. Esa persona hace de pantalla que se entromete decisivamente en el sancta sanctorum del aprendiz y filtra a su modo o sencillamente impide la vida de oración. Un instante de reflexión sobre lo que se dice así de rápidamente nos hará caer en un vértigo repugnante y, al mismo tiempo, en una indignación muy difícil de contener.

    Hay que tomar como ejemplos muy valiosos a los grupos –pienso sobre todo en monasterios y conventos– que han sabido interpretar sanamente todo lo que se refiere a la regla de la obediencia y han distinguido con pulcritud lo sagrado del fuero interno de cada cual. Esos grupos están llamados a seguir enseñando a quienes cuidan los terribles duelos de los abusos de conciencia y espíritu y, desde luego, a influir en la sanación de otros lugares que la necesitan.

    Pero lo primordial es tener cada vez más presente que solo la libertad plena de cada persona es el camino que determina Dios para que se suba a Él con amor responsable. Las autoridades religiosas van destacando esta verdad de máxima importancia y se la suele encontrar en la boca del papa Francisco y en los textos luminosos de Benedicto XVI, para citar solo la actualidad. Sin embargo, parece que aún falta mucho hasta que se encuentre universalmente el equilibrio entre obediencia y libertad plena. Lo hay, evidentemente, pero necesitamos en todas partes exhortar a este segundo miembro de la balanza, que por mucho tiempo ha sido desatendido. Los adjetivos con los que califico esta desatención parece que, por fortuna, no caben en el espacio de este texto.

    Texto publicado en el nº 4139 de la revista Ecclesia, pág. 61ss.