Mes: diciembre 2024

  • Silencio de Navidad

    Silencio de Navidad

    Dios es el nombre que damos a lo que nos es imposible por exageradamente bueno. Anhelamos cosas que no tienen la menor probabilidad de realizarse, pero precisamente eso es anhelar. Ni siquiera nos atrevemos a levantar acta de los anhelos, como si fuera una pérdida de tiempo darnos bien cuenta de lo que a nosotros no nos es posible pero llenaría la vida y el mundo de una dicha y una belleza inimaginables e impensables. Atrevámonos hoy, cuando empieza la semana en que celebramos lo que no cabe en cabeza ni en corazón humanos.

    Viene en primer lugar nada más y nada menos que la esperanza absoluta. No una esperanza concreta y accesible, sino la esperanza infinita, abierta, como un inmenso sí. Para empezar: que la muerte no lo acabe todo; que la muerte de las personas que más queremos no signifique que se vuelven a la nada que fueron antes de nacer. Que quienes murieron en la soledad, inadvertidos, se conserven en el mar abismal de la memoria de Dios. Que haya esta Memoria en la que todo continúa vivo, pero que esta continuación se deba al cuidado amoroso de la Vida absoluta. Que el último sentido de toda la realidad no sea una Cosa, quizá una sopa de bosones y fermiones, sino algo semejante a una persona, solo que consistente en mero amor: una eternidad de amor. Una eternidad de amor no permanecerá insensible; justamente al contrario, se ocupará sin descanso de cuanto existe.

    Y que la perversidad de la que desbordan nuestra historia y nuestro mundo sea borrada para siempre; que el odio muera enteramente. Que las lágrimas de sus víctimas, las lágrimas que ahora mismo se están derramando sin consuelo, sean consoladas. Y que la vida que anhelamos más allá de la muerte y de los dolores no tenga fin ni tedio, por más que no entendamos cómo podría ser eso.

    La Navidad invierte los términos: es Dios quien se mueve y actúa y quien hace lo imposible. Dios muestra que un ser humano es una maravilla que Él mismo puede adoptar como Persona de su misterioso ser trinitario. Esa Persona deja fuera toda maldad, pero nada más que la maldad. Muestra que es magnífico el cuerpo humano; que es magnífica -divina- la vida humana, sobre todo en comunidad y en la forma de la infancia al cuidado de unos padres, de la adolescencia luego, de la madurez del trabajo que favorece las vidas de los cercanos y que participa del culto antiguo mostrando su constante sentido -la esperanza absoluta, la liberación plena-.

    Nada es más improbable que el hecho de que nazca en la pobreza un niño judío que sea el Dios que se hace presente en una aldea cualquiera del brutal imperio romano, dentro de la jurisdicción delegada de un reyezuelo viejo y criminal, descendiente del desierto. Seguramente, el año 6 antes de la era común, en que hubo raras conjunciones de planetas y pocas guerras.

    Un niño en pañales llora, reclama atención, duerme, come y, poco a poco, aprende a sonreír y a reconocer a su madre. Salvo por la indefensión absoluta y la ternura protectora que despierta en quien no es un enfermo, desde luego que no hay nada divino que aparezca en esa criatura. Ahí solo se ve inocencia, ignorancia, espera del futuro, la dificultad de ir aprendiendo. No hay un contraste mayor que el que separa al Dios que imaginamos de ese niño judío; y así seguirá siendo muchos años, en la vida secreta de la aldea de cuevas que es la Nazaret de esa época. Alguna vez hay que visitar el mísero pozo de ese pueblo antiguo, en un hoyo muy hondo, que es testigo de la existencia secreta de la familia de Jesús. En las alturas, cerca, una ciudad helenística próspera, que no menciona el Nuevo Testamento, pero que daría de qué vivir a los aldeanos de Nazaret. La imaginería del cine neorrealista italiano quizá aproxima un poco a nuestra sensibilidad este misterio de silencio.

    Silencio lleno de cuidado entre las personas de la familia. Sin este cuidado amoroso, ¿cómo puede madurar la vida humana? Hoy tenemos noticia de modos de lo que llamamos resiliencia que son hazañas extremas del anhelo por la vida buena, aunque se haya sido víctima de abusos inconcebibles. Pero quizá no haya esa supervivencia milagrosa más que cuando alguien, siquiera una sola persona, miró con cariño maternal al niño.

    La necesidad que tenemos unos de otros es también el lugar en el que nacen los anhelos que no podemos amputarnos si queremos ser plenamente humanos. No es necesidad de alimento y abrigo, sino antes de amor. En el núcleo familiar, que se presta a criar tantas enfermedades del espíritu, es donde debería alimentarse de amor, de deseo de cuidar a los demás y de esperanza toda vida humana. El secreto de la familia de Nazaret nos lo recuerda, si logramos oír su silencio entre la barahúnda de ruidos y luces y muñecos barbudos vestidos de colorado.

  • El mal no es nunca banal, y hay arte que tampoco lo es

    El mal no es nunca banal, y hay arte que tampoco lo es

    La película que parece que cierra la impresionante carrera de Clint Eastwood como director, Jurado Nº 2, no contiene alardes técnicos de ninguna clase. Es, desde el punto de vista del arte cinematográfica, un trabajo cotidiano, la banalidad del buen hacedor de una clase compleja de productos. Una banalidad virtuosa, inocente, al servicio de retratar una historia banal, diaria, corriente, pero llena de la perversidad que casi pasan por alto las conciencias de las personas mediocremente honestas. Es una prueba de madurez: la vida cotidiana está plagada de maldad, pero hay cosas cotidianas que pueden pintarla con perfecta honradez. Desde luego, lo que se presenta en la pantalla no merece más que algunos leves subrayados musicales –como acostumbra a incluir Eastwood hace tiempo–, pero ningún acompañamiento de la belleza deslumbrante que, por ejemplo, empleó Malick para contar la santidad en Una vida oculta. Unas personas junto a otras, cada cual cumpliendo con su vulgar trabajo, parecen incapaces de pasar a ningún relato lleno de sentido. Sin embargo, esta impresión es perfectamente errónea. La película de estas gentes corrientes no tiene ni un plano ni una escena ni un diálogo que no se encuentren plenos de sentido. El intérprete de lo que dice Jurado Nº 2, o sea, cada espectador, pasa a entender que la mera distancia leve que establece un arte humilde respecto de una realidad humana cualquiera obliga a una reflexión moral inesperada y de terrible fuerza. Tal es la hazaña de quien ha repetido esta acción moral en obras de arte tan formidables como Los puentes de Madison o Gran Torino; solo que ahora, para acabar de rodar películas, Eastwood reduce toda brillantez hasta no dejar más que verdad. Como si el funcionario del juzgado le hubiera hecho jurar, ya que es un testigo, que solo va a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

    Kant habló, en su estilo seco pero muchas veces conmovedor, de la impureza del corazón, que mezcla motivos buenos y motivos turbios a la hora de la acción, para que resulte un acto que nadie, en principio, podrá censurar y llevar ante ningún tribunal de este mundo. Pero quien obra así solo está disimulando, quizá incluso ante sus propios ojos, su maldad; una maldad que puede tener repercusiones monstruosas en el daño a otros cuando las circunstancias toman ciertos giros. Por ejemplo, cuando se es fiscal, jurado, acusado, juez, y cuando se está acompañando como terapeuta a un exalcohólico, y cuando se es madre joven tras haber fracasado muy dolorosamente en el pasado.

    El jurado número dos piensa haber chocado contra un venado en un puente, de noche, en la tormenta y después de luchar contra la tentación de ahogar en güisqui la pena que comparte con su pobre mujer. En ese puente donde detiene el coche al notar el impacto un cartel advierte de que bajan a beber del arroyo justamente por allí los ciervos. Imposible ver en la profundidad del barranco al animal con el que se ha topado y que no ha gritado.

    La fiscal tiene delante un proceso fácil con el que remachar su victoria en las elecciones que inmediatamente se van a celebrar en el condado: han detenido al violento novio de una chica asesinada en ese puente del camino, y lo han grabado minutos antes, en los billares, a punto de pegar borracho a la mujer de la que jura estar enamorado. Y a unos cincuenta metros del puente vive un anciano insomne que se dio cuenta de que un coche se detenía la noche del asesinato y salía de él a mirar el barranco justamente ese chico sentado en la barra de los acusados.

    Desde el inicio del juicio, el jurado número dos comprende que él atropelló a la muerta y luego llevó su coche a reparar sin pensar estarse delatando. Quizá lucha moralmente un momento, pero la persona que cuida su restablecimiento le advierte de las consecuencias fatales que tendría para él delatarse a esta altura, sobre todo teniendo en cuenta el abandono en que dejaría a su mujer, a punto de terminar felizmente el embarazo. Quizá ni lucha moralmente el jurado número dos.

    El abogado del turno de oficio que defiende el caso comprende que el acusado no ha cometido ningún crimen. O, mejor dicho, siente profundamente, aun sin mayores pruebas, que no está delante de un arrepentimiento interesado ni de una hipocresía excitada por el peligro de ser condenado a prisión de por vida.

    Nadie presta atención a las evidencias y a la falta de ellas. El número dos se esfuerza por lograr la aparente justicia de que se declare inocente –duda razonable– al chico violento que no ha hecho esta vez nada; pero empieza a notar en su espalda el aliento de las investigaciones que otro jurado, policía jubilado, ha emprendido. Este antiguo policía quizá solo juega a mostrar la impericia de todo el aparato de investigadores que ha intervenido en la detención del único sospechoso, pero sigue el rastro de los coches con la carrocería averiada. Su presunto colaborador en la exculpación del acusado, o sea, el jurado número dos, consigue que echen a la calle al jubilado por estarse dedicando a lo que la ley no permite. Pero las huellas del verdadero homicida involuntario van aún a ser seguidas.

    Nada más parir, la joven madre goza de su hijo con la tranquilidad añadida de que al fin se haya pronunciado sentencia condenatoria contra ese machista poco controlado, mientras su inocente marido, tan buena persona en realidad, queda al margen de lo que podría haber pasado si el juicio hubiera tenido que declararse nulo. No, este marido responsable ha cambiado sus argumentos hasta conseguir la unanimidad de sus colegas de jurado, cuando la mitad de ellos estaba ya dudando –y quienes no dudaban lo hacían por motivos personales e irracionales–.

    ¿Ha valido la pena? Es el mensaje en la tarjeta que acompaña a un ramo de flores que el defensor derrotado deja a su colega, la fiscal. El final del juicio ha ayudado mucho a que esta tenaz jurista sea reelegida. Ella ha escrito, para agradecer el nombramiento, que la justicia no es sino la verdad en acción.

    La trama puede recomenzar gracias a esa enhorabuena discreta.

    La pequeña ciudad de Georgia –yo diría que es mucho más pueblerina y chica que Atlanta– rebosa de males banales, de graves sufrimientos y de pecados y crímenes diabólicos. Todo tan cotidiano y tan vulgar como el lenguaje cinematográfico que ha empleado esta vez Eastwood. Pero solo así, con este método que nadie nota, se puede obtener la distancia precisa en la que se ve los corazones impuros y un corazón, solo uno, que está atravesando un momento de pureza. Quizá se alíe al fin con algún otro. Pero eso es exactamente lo que deja Eastwood que ignoremos; mejor dicho, que lo esperemos sin prueba alguna.

    Es reseña de la película de Clint Eastwood Jurado Nº 2 / Juror #2 <+info>.